EL ASEDIO
Los ruidos provenientes del patio de armas despertaron a Ion. Había sufrido una serie de pesadillas casi premonitorias. Últimamente, sus noches estaban colmadas de ellas. El frío sepulcral se colaba por las hendijas de las viejas y maltratadas ventanas de madera. El fuego de la chimenea se había apagado hacía ya largo rato. Ion no sabía si al final del día seguiría con vida.
Las 6 noches desde que comenzó el asedio, habían sido fatídicas. Los esfuerzos por detener a los Nórdicos que amenazaban las murallas del castillo principal, parecían no surgir efectos. Los soldados se turnaban para pasar las noches apostados en las almenas y torreones aguardando el inminente asalto. El castillo negro había resultado impenetrable durante siglos, pero la hermandad nórdica contaba con un ejército superior al de la guardia real y las escasas provisiones pronto se acabarían. Sería muy difícil detenerlos durante mucho tiempo.
La fría fortaleza contaba con más de 7000 años de antigüedad, había sido construida por Vlad, el conquistador, para salvaguardar al reino de las civilizaciones enemigas que habitaban al sur de las tierras de El Cuervo. Desde hacía años solo se usaba para albergar algunos prisioneros de poca relevancia y para entrenar a los jóvenes soldados que ocuparían un lugar en la guardia, dispuestos a dar su vida por el Rey Argus.
Ion se había lastimado una pierna mientras apilaba bloques de piedra ante los accesos subterráneos al castillo, para evitar que el enemigo los sorprendiera desde los túneles. Tal vez, las pesadillas que lo acechaban se debían a una posible infección que avanzaba silenciosa como un enemigo por la noche. Esta dolencia le impedía desempeñar sus tareas como caballero de la guardia real para replegar las fuerzas enemigas, pero sabía que el bienestar y estabilidad del reino corrían serio peligro, por lo que, de momento, se encargaba de organizar y supervisar el plan de defensa.
Dejó su habitación con la misma sensación de desasosiego que lo perturbaba todas las mañanas. No podía evitar pensar en su hermano, Danny, su única familia. Lo había enviado a la fuerza, hacía días atrás, a una posada en Rurik, a unas leguas del castillo para protegerlo del asedio. El niño era audaz y obstinado, había aprendido el oficio de herrero de su padre y se desempeñaba como tal al servicio del Rey. Había resultado difícil alejarlo del castillo, se había obsesionado con luchar contra el enemigo, junto a los soldados y a Ion.
Los hermanos habían crecido en un pueblo pequeño, con muy pocos habitantes, su familia era humilde, su padre había sido herrero y su madre trabajaba como cocinera en una posada de poca monta. Durante la Rebelión de Bálder, cuando la Hermandad Nórdica aún no existía como tal, sus adeptos diezmaban pueblos y ciudades, asesinaban a los hombres y violaban a las mujeres, despojaban a los cadáveres y vendían sus pertenencias, a algunos niños los tomaban como esclavos o simplemente los abandonaban a su suerte. El padre de Ion, había hecho lo posible por defender a su familia, pero los saqueadores adornaron una pica con su cabeza y a su madre la violaron incontables veces hasta que murió desangrada. Ion logró esconderse con Danny y escapar cuando los ahora autoproclamados Nórdicos siguieron su camino de devastación.
Vagaron durante mucho tiempo por pueblos y ciudades buscando resguardo y comida, hasta que Ion logró incorporarse a los grupos de entrenamiento para servir como soldado del Rey. Eso había sucedido hacía varios años, su hermano creció, el niño que habitaba en Danny se había convertido en un hombre, pero para Ion seguía siendo un crío.
Esa noche de lluvia un clima tenso se respiraba, el asedio se había prolongado bastante tiempo y la situación ya era incontenible. Algo se avecinaba en esa noche oscura, de fuerte lluvia, viento y nieve, él podía presentirlo. Sus hermanos de armas se mantenían en alerta constante y el nerviosismo se leía en sus rostros flacos y pálidos, ya todos preveían el ataque, era cuestión de esperar.
De pronto, el cuerno de guerra sonó en una de las almenas, un silencio contenido se prolongó en la noche, Ion pudo sentir cómo su corazón latía desbocadamente, luego, gritos. Los enemigos habían atravesado el foso que rodeaba el baluarte y lograron trepar las murallas, refugiados en la oscuridad. Pudieron avanzar accediendo por puntos clave del castillo, sorprendieron a los soldados que trataron de repelerlos con todas sus fuerzas. En minutos, los enemigos estaban dentro, una lucha encarnizada se desató.
Eran demasiados, por todas partes, irrumpiendo desmesuradamente en una ola avasallante de acero y sangre. La mayoría no tenía armadura alguna, solo los cubrían pieles y cuero, eran salvajes y luchaban como tales.
Ion sentía la espada muy pesada, el dolor de su pierna lo invadía constantemente, pero no podía permitirse darles ventaja, debía ser fuerte y atacar a quien se le interpusiera. Cada segundo se ralentizaba, el ruido de espadas entrechocándose y gritos de todo tipo envolvían la fortificación.
Uno tras otro, los atacantes enfrentaban a Ion, la falta de armadura de ellos facilitaba la inserción de la espada en sus cuerpos blandos. Pronto la sed de muerte y venganza lo invadieron. Cuando fue un niño y presenció el asesinato de su familia, no pudo más que refugiarse y escapar, pero esta vez era un hombre, un guerrero y extinguiría a tantos Nórdicos como le fuera posible.
El combate parecía no tener fin, se extendió durante lo que a Ion le parecieron horas. La Hermandad había acribillado a muchos de sus caballeros, pero continuaban resistiendo el asalto con aprehensión.
Un salvaje enorme arremetió en su contra con una maza de cadena mientras otro intentaba sostenerlo por detrás con una lanza, Ion logró soltarse y el golpe de la masa asestó contra el lancero, rompiendo su cabeza en un ruido sordo. Aprovechó esta oportunidad y en un movimiento ágil cercenó la cabeza del grandote con su espada.
Se sentía agotado y el dolor incesante de su extremidad no lo dejaba pensar. En un momento sintió cómo un enemigo se acercaba por detrás, sin dudarlo, se giró bruscamente empuñando su daga corta y la hundió en el pecho de su contrincante. Pudo verlo a los ojos en los últimos segundos de su agonía. No era más que un crío en medio de tanta matanza, tan solo un niño audaz y obstinado -No deberías estar aquí- pensó, mientras la vida del chico se escurría entre sus manos. –Deberías estar a salvo, donde te dejé–. Pero era tarde, los ojos de su hermano permanecían inexpresivos y su aliento se había desvanecido.
Había apuñalado el corazón de su única familia, lo único que le quedaba en el mundo, la única razón por la que había luchado toda su vida. El dolor aplastante ya no era el de su pierna, nada se comparaba a tal suplicio.
Se dejó caer junto al cuerpo de su hermano y cerró los ojos para escapar del mundo por unos segundos. Había dejado de llover y la nieve caía despacio, como si no hubiera motivo para intranquilizarse. El viento era gélido y se colaba entre sus huesos. Sus latidos eran calmos, ya no había más por qué luchar. Podía oír los alaridos de compañeros y enemigos, alguien corrió a su lado, pero no le prestó la menor atención. Podía percibir el estruendo de la contienda que se libraba en el castillo y que no cesaba.
El bullicio que había oído durante horas -aunque tal vez solo fueron minutos-, esos ruidos, los provenientes del patio de armas, pronto lo despertaron. Desde hacía noches había tenido pesadillas muy realistas, casi premonitorias. Pudiera ser que se debieran a una infección por una herida recibida en una de sus piernas. El frío se colaba por las hendijas de las ventanas. El fuego de la chimenea se había apagado. –Cualquier día puede ser el último – pensó Ion.
Ludmila Wagner
(Alumna de 4º año "C" - 2014 - E.E.M.PA. Nº 1007 "Libertad" - Rafaela)