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jueves, 11 de agosto de 2016

PIGLIA, Ricardo: Echeverría y el lugar de la ficción


Una historia de la violencia argentina a través de la ficción. ¿Qué historia es esa? La reconstrucción de una trama donde se pueden descifrar o imaginar los rastros que dejan en la literatura las relaciones de poder, las formas de la violencia. Marcas en el cuerpo y en el lenguaje, antes que nada, que permiten reconstruir la figura del país que alucinan los escritores. Esa historia debe leerse a contraluz de la historia "verdadera" y como su pesadilla.

El origen. Se podría decir que la historia de la narrativa argentina empieza dos veces: en “El Matadero” y en la primera página del “Facundo”. Doble origen, digamos, doble comienzo para una misma historia. De hecho los dos textos narran lo mismo y nuestra literatura se abre con una escena básica, una escena de violencia contada dos veces. La anécdota con la que Sarmiento empieza el “Facundo” y el relato de Echeverría son dos versiones (una triunfal, otra paranoica) de una confrontación que ha sido narrada de distinto modo a lo largo de nuestra literatura por lo menos hasta Borges. Porque en ese enfrentamiento se anudan significaciones diferentes que se centran, por supuesto, en la fórmula central acuñada por Sarmiento de la lucha entre la civilización y la barbarie.

La primera página del Facundo. Sarmiento inicia el libro con una escena que condensa y sintetiza lo que gran parte de la literatura argentina no ha hecho más que desplegar, releer, volver a contar. ¿En qué consiste esa situación inicial? "A fines de 1840 salía yo de mi patria, desterrado por lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales de soldadescas y mazorqueros. Al pasar por los baños de zonda, bajo las Armas de la Patria, escribí con carbón estas palabras: On ne tue point les idees. El gobierno a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada de descifrar el jeroglífico, que se decía contener desahogos innobles, insultos y amenazas. Oída la traducción. Y bien, dijeron ¿qué significa esto?". Anécdota a la vez cómica y patética, un hombre que se exilia y huye, escribe en francés una consigna política. Se podría decir que abandona su lengua materna del mismo modo que abandona su patria. Ese hombre con el cuerpo marcado por la violencia deja también su marca: escribe para no ser entendido. La oposición entre civilización y barbarie se cristaliza entre quienes pueden y quienes no pueden leer esa frase escrita en otro idioma: el contenido político de la frase está en el uso del francés. El relato de Sarmiento es la historia de una confrontación y de un triunfo: los bárbaros son incapaces de descifrar esas palabras y se ven obligados a llamar a un traductor. Por otro lado esa frase (que es una cita de Diderot, dicho sea de paso) se ha convertido en la más famosa de Sarmiento, traducida libremente por él y nacionalizada como: "Bárbaros, las ideas no se matan".

El lenguaje y el cuerpo. La historia que cuenta “El Matadero” es como la contracara atroz del mismo tema. O si ustedes quieren: “El Matadero” narra la misma confrontación pero de un modo paranoico y alucinante. En lugar de huir y de exiliarse, el unitario se acerca a los suburbios, se interna en territorio enemigo. La violencia de la que Sarmiento se zafa está ahora puesta en primer plano. Si en el relato que inicia el “Facundo” todo el poder está puesto en el uso simbólico del lenguaje extranjero y la violencia sobre los cuerpos es lo que ha quedado atrás, en el cuento de Echeverría todo está centrado en el cuerpo y el lenguaje (marcado por la violencia) acompaña y representa los acontecimientos. Por un lado un lenguaje "alto", engolado, casi ilegible: en la zona del unitario el castellano parece una lengua extranjera y estamos siempre tentados de traducirla. Y por otro lado una lengua "baja", popular, llena de matices y de flexiones orales. La escisión de los mundos enfrentados toca también al lenguaje. El registro de la lengua popular, que está manejado por el narrador como una prueba más de la bajeza y la animalidad de los "bárbaros", es un acontecimiento histórico y es lo que se ha mantenido vivo en “El Matadero”.

La verdad de la ficción. Hay una diferencia clave, diría, entre “El Matadero” y el comienzo del “Facundo”. En Sarmiento se trata de un relato verdadero, de un texto que toma la forma de una autobiografía; en el caso de “El Matadero” se trata de una pura ficción. Y justamente porque era una ficción pudo hacer entrar el mundo de los "bárbaros" y darles un lugar y hacerlos hablar. La ficción como tal en la Argentina nace, habría que decir, en el intento de representar el mundo del enemigo, del distinto, del otro (se llame bárbaro, gaucho, indio o inmigrante). Esa representación supone y exige la ficción. Para narrar a su grupo y a su clase desde adentro, para narrar el mundo de la civilización, el gran género narrativo del siglo XIX en la literatura argentina (el género narrativo por excelencia, habría que decir: que nace, por lo demás, con Sarmiento) es la autobiografía. La clase se cuenta a sí misma bajo la forma de la autobiografía y cuenta al otro con la ficción. Todo lo que hay de imaginación literaria en el “Facundo” viene de ese intento de hacer entrar el mundo de Facundo Quiroga y de los bárbaros. Sarmiento hace ficción pero la encubre y la disfraza en el discurso verdadero de la autobiografía o del relato histórico. Por eso su libro puede ser leído como una novela donde lo novelesco está disimulado, escondido, presente pero enmascarado.

Un texto inédito. En “El Matadero” está el origen de la prosa de ficción en la Argentina. Pero ese origen, podría decirse, es oscuro, desviado, casi clandestino. Escrito en 1838 el relato permaneció inédito hasta 1874 cuando Juan María Gutiérrez lo rescató entre los papeles póstumos de Echeverría (que había muerto en Montevideo, exiliado y en la miseria, en 1851). ¿Por qué no lo publicó Echeverría? Basta releerlo hoy para darse cuenta de que es muy superior a todo lo que Echeverría publicó en su vida (y superior a lo de todos sus contemporáneos, salvo Sarmiento). Habría que decir que Echeverría no lo publicó justamente porque era una ficción y la ficción no tenía lugar en la literatura argentina tal como la concebían Echeverría y Sarmiento. "Las mentiras de la imaginación" de las que habla Sarmiento deben ser dejadas a un lado para que la prosa logre toda su eficacia y la ficción aparecía como antagónica con un uso político de la literatura.

Una opción. El “Facundo” empieza donde termina “El Matadero”. Entre la cita en francés de Diderot de Sarmiento y la representación del lenguaje popular en “El matadero”, en la mezcla de lo que allí aparece escindido, en la relación y el antagonismo se define una larga tradición de la literatura argentina. Pero a la vez la importancia de esos dos relatos reside en que entre los dos plantean una opción fundamental frente a la violencia política y el poder: el exilio (con que se abre el “Facundo”) o la muerte (con la que se cierra “El matadero”). Esa opción fundante volvió a repetirse muchas veces en nuestra historia y se repitió, en nuestros días. Y en ese sentido podría decirse que la literatura tiene siempre una marca utópica, cifra el porvenir y actualiza constantemente los puntos clave de la política y de la cultura argentina. [1993]




martes, 11 de agosto de 2009

PIGLIA, Ricardo: La honda

No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo.
Lo que pasó ese día fue que ellos no imaginaban que mi patrón y yo habíamos decidido trabajar, a pesar del domingo.
Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósi­to del fondo.
Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el paredón apa­gó el ruido, de golpe.
Entonces el viento nos arrimó las voces y las risas. Cuando los descubrimos se acurrucaron, tratando de disimularse entre los fierros, pero ya era tarde.
Ninguno de los cuatro pasaba de los doce años. Se metían a robar pedazos de plomo para tirarlos con la honda.
Dijeron que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón y que el patrón le daba per­miso para juntar el plomo entre los desechos.
Mi patrón les quitó las hondas que les colgaban del cuello v las tiró al foso de cemento en el que antes, cuan­do el taller estaba allí y no sobre la avenida, engrasaban los coches desde abajo.
Los pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento.
Mientras barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los cuatro habían leído el cartel:
.
PROHIBIDA LA ENTRADA
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Pero se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era amigo del patrón.
Nacho, flaco y morocho, barría en silencio.
Teníamos que desarmar unas puertas de chapa para poder arreglar el techo del galpón de lavado. El más alto de los cuatro chicos me ayudaba por orden del pa­trón. Trabajaba concentrado y me trataba de “señor”.
Ablandamos los clavos y los arrancamos con la ba­rreta “cocodrilo”. Después sacamos las chapas y las amon­tonamos en un costado. Cortamos los tirantes, dos lar­gos y dos cortos, y empezamos a preparar el soporte.
Trabajamos la madera al borde del foso para poder serruchar hacia abajo sin peligro de tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el tirante y me miraba de reojo.
Al rato pareció animarse y me dijo, muy serio:
—¿Señor, me deja agarrar la honda?
—Yo no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la siesta. Preguntale al patrón, si él te la da —le contesté.
Siguió ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de preocupación. Parecía el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los otros, como para tran­quilizarlos.
Seguimos trabajando bajo el sol. Armamos el sopor­te y nos pusimos a clavar las chapas. Cada tanto levan­taba la cabeza y me miraba sin hablar, serio, con la frente brillante de sudor. Me molestaba ese modo que tenía de mirarme, como si yo tuviera la culpa y él me exigiera la honda trenzada, de horqueta de palo, que veíamos abajo, en el antiguo foso de engrase.
Por fin le dije:
—Cuando tire el martillo bajás a buscarlo y agarrás la honda.
Sonrió y siguió sosteniendo el tirante sobre el que yo martillaba cansado.
El martillo golpeó contra el piso con un ruido sordo.
—Che, pibe, bajá a buscar el martillo —le grité.
Bajó corriendo la escalera manchada por el sol. Des­de arriba parecía muy fuerte. Se le veían los hombros y la cabeza despeinada.
Me pareció que el patrón había dejado de trabajar.
El chico se agachó buscando la honda.
Esperé que se la guardara, apurado, entre la camisa y el pecho; entonces me di vuelta y le grité a mi patrón:
—Patrón, el chico se escondió la honda en la camisa.
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Ricardo Piglia
(Adrogué, Buenos Aires, 1941)
(de La invasión, 1967)