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lunes, 26 de agosto de 2013

MISERIA


Cuentan que había un hombre que se llamaba Miseria y era herrero.
Ya cansado de la pobreza, porque no tenía para dar de comer a sus hijos, resolvió entregarle su alma al diablo por tres bolsas de plata.
En el plazo de un año debía venir el diablo a llevarlo.
Un día se le presenta un viejito andrajoso en un caballo flaco y sin herradura.
El herrero le dio hospedaje, la mujer lo remendó y lo lavó, y le colocaron herraduras al caballo. Cuando el viejito se quiso ir le dijo al herrero:
-¿Con qué te pagaré el favor que me haz hecho?
-No es nada.
-Bueno , te daré tres dones: el que se siente en esta silla, no se parará hasta que le ordenes. El que entre en la bolsa, no saldrá hasta que se lo ordenes, y el que suba a esta planta de nogal, no bajará hasta que se lo ordenes.
Se despidió el viejito y se fue; este había sito tata Dios.
Cuando se cumplió el plazo, vino un diablo a buscarlo y el herrero le dijo:
-Espere que termine de hacer la herradura, siéntese en esa silla.
Cuando terminó de hacerla le dijo al diablo:
-Vamos.
Y como el diablo no se podía levantar, se quedó sentado.
Al rato le dijo el diablo al herrero que si lo dejaba levantar le perdonaría la vida un año más . El herrero le ordenó que se levante y el diablo se fue.
Cuando se cumplió un año vinieron tres diablos a llevarlo y el hombre les dijo:
-Esperen que termine de hacer esta herradura, suban al nogal a comer nueces.
Se subieron los diablos a nogal, y no se podían bajar. Desesperados, dijeron al herrero que le perdonarían un año más de vida si los dejaba bajar.
El herrero les ordenó a los diablos que bajaran y se fueron.
Al año siguiente vinieron cincuenta diablos en mula a buscarlo. El herrero les dijo:
-Voy a ir, pero antes entrarán todos en esta bolsa.
Los diablos se metieron y el herrero los agarró a palos.
Los diablos le pidieron que los dejara salir, que le iban a perdonar la vida si los sacaba de dentro de la bolsa. El herrero les ordenó que salieran y se fueron.
Cuando Miseria murió, Dios no lo dejó entrar al Cielo, pues había vendido su alma al diablo.
Bajó al Purgatorio y tampoco lo recibieron, entonces bajó con el palo al infierno.
Salieron los diablos a recibirlo y lo vieron a Don Miseria con el palo en la mano, se asustaron y corrieron a cerrar las puertas del infierno.
Se volvió a Dios Don Miseria y le dijo que los diablos no querían recibirlo. Así fue que Dios lo mandó a que ande penando por este mundo y es por eso que la miseria no se acaba.

Fuente: Alda Agüero de Agüero. La Carrera (Catamarca). En Cuentos folklóricos de la Argentina. 1ª serie. Introducción, clasificación y notas de Susana Chertudi. Buenos Aires, Instituto de Filología y Folklore, 1960.

miércoles, 17 de octubre de 2012

COPLAS



¿Para qué quiero cruces
en mi rosario,
si con mi negra tengo
cruz y calvario?

He de mandar que me entierren
sentado cuando me muera,
para que diga la gente:
“Se murió, pero la espera”.

El verte me da la muerte,
el no verte me da vida.
Más quiero morir y verte
que no verte y tener vida.

Ni con la lanza en el pecho
tu nombre podré olvidar.
En cenizas convertido,
señas de amor has de hallar.

A mi madre y a ti quiero
con el cariño más fuerte.
A ella, que me dio la vida;
y a ti, que me das la muerte.


Anónimo popular argentino

miércoles, 23 de mayo de 2012

EL CHOGÜÍ (leyenda guaraní)


Hay varias versiones de esta leyenda guaraní.La siguiente es una de ellas:



Una joven india guaraní tenía un hijo y este no tenía con quién jugar; su única diversión era mirar cómo volaban los pájaros tan libres y tan dueños del cielo. Al indiecito le gustaba mucho encaramarse, subirse a los naranjos a comer las ricas naranjas. Su madre cada vez que salía a trabajar le encargaba que no saliera de la casa, ya que podía venir un animal salvaje y hacerle daño. Siempre prometía hacer caso, pero la mayor parte de las veces llegaba la mamá y no encontraba a su hijo, que atraído por el bosque andaba deambulando por él.
Un día lo castigó fuertemente con una rama y le hizo prometer no ir más al bosque. Durante mucho tiempo cuando la madre volvía él ya estaba en casa. Pero un día estaba en lo alto de un naranjo mirando el camino para ver venir a su madre para bajar corriendo, pero no la vio llegar. Cuando la madre llegó a su rancho y no lo encontró, lo llamó fuerte y el niño la escuchó. Al querer bajar tan rápido, sus pequeños pies se resbalaron y cayó al suelo. La madre no escuchó cuando el niño cayó y en el mismo momento que cerró sus ojos para siempre, su cuerpo sufrió una transformación tal, que se convirtió en un pájaro chogüí, como aquellos a los que había admirado tanto. Sobre la cabeza de la india que esperaba a su hijo, pasó volando y cantando y se fue con toda la bandada de chogüíes.
Según cuenta la leyenda, el indiecito convertido en chogüí viene todos los días a su casa, acompaña a su madre al trabajo y va a los naranjales a picotear las naranjas que son su fruta preferida.

* * * 

Y esta es otra de las versiones:


Chogüí era un indiecito que viva en una tribu, con sus padres, en la selva misionera. Su cuerpo estaba tostado por el sol ardiente de esa zona y sus ojos inteligentes, eran negros y rasgados, como los indios de su raza. Pero Chogüí no era un indio como todos. En lugar de jugar con otros niños se internaba en la selva para hablar con los pájaros, a quienes él consideraba sus mejores amigos. Muchas veces, sentado sobre el tronco de un viejo timbó, tomaba su flauta y tocaba dulces melodías que las aves respondían con armoniosos trinos. Casi siempre, al atardecer se veía en un claro del bosque al niño con su flauta, rodeado de pájaros que revoloteaban a su alrededor. El sonido de la flauta de Chogüí, mezclado al murmullo misterioso de la selva, era respondido por el trino de las aves. En los días calurosos, Chogüí se bañaba en las aguas de algún manantial; junto a él chapoteaban los pájaros que alegremente hundían sus picos y patitas en el agua fresca. Otras veces, Chogüí seguía sigilosamente a los cazadores de pájaros y desarmaban sus Ñuhas para que no pudieran atraparlos. El cacique, enojado por esto, lo reprendía y no lo dejaba salir por algunos días de la tribu. Entonces, Chogüí era visitado por los pájaros con los que compartía los granos de Abata-í. Estos le devolvían su generosidad, trayéndole en sus picos jugos de naranja y miel de Yete-í, que al goloso niño le gustaban mucho.
Un día que Chogüí estaba en un claro del bosque tocando su flauta, un picaflor se acercó desesperado. Sus pichones estaban en un árbol que había sido invadido por las hormigas. Las hormigas "asesinas de la selva" pueden atacar a una planta y dejarla en pocos minutos simplemente desnuda. La madre picaflor que sabía esto, lloraba por la suerte que correrían sus hijitos. Chogüí no lo pensó dos veces. Subió al árbol inmediatamente. Pero al trepar fue atacado por las hormigas que aguijonearon su cuerpo. A pesar de los dolores que las picaduras le producían Chogüí llegó hasta la rama donde estaba el nido. Rápidamente lo tiró sobre la hierba, salvando así a los pichones. Atontado y dolorido por las picaduras, perdió pie, cayendo al vacío. El golpe fue tan grande que Chogüí quedó en el suelo, con los ojos cerrados y sin moverse. Los pájaros sorprendidos primero y desesperados después, lo rodearon. Con sus picos le echaron agua para reanimarlo. Poco a poco comprendieron que Chogüí había muerto, Entonces un inmenso gemido de dolor recorrió la selva: ¡Chogüí ha muerto! Las ardillas, los sapos y los venados también se conmovieron. Ellos habían conocido a Chogüí y lo querían. 
Al intenso dolor siguió una gran quietud, la selva tan poblada de animales y plantas calló. El sol se ocultó en el horizonte dorando suavemente las hojas de los árboles en un atardecer tristísimo. 
Una a una, las aves levantaron vuelo y al cabo de un largo rato volvieron trayendo en sus picos una flor color azul. Las había de todas formas y tamaños y de extraños aromas. Pero todas eran azules. Las flores azules eran las preferidas de Chogüí. Los pájaros lo recordaban bien. Y ese sería el homenaje a su mejor amigo. Lentamente, en la roja tierra misionera apareció, una gran mancha azul. Sobre ella revoloteaban cientos de pájaros que con sus alas multicolores formaban un arco iris de plumas. 
Las aves con encantadores trinos le pidieron a Tupá que hiciera un milagro. Que convirtiera al indiecito en pájaro, como él lo había soñado. Cuenta la leyenda que de la montaña de flores salió un pájaro azul cantando ¡Chogüí, Chogüí! y se perdió en el cielo seguido de miles de pájaros. Y desde ese día se puede encontrar en la selva misionera, sobre todo en los naranjales, un bello pájaro azul cuyo canto dice "chogüí, chogüí".

* * * 

También tiene su canción:
CANCIÓN

Cuenta la leyenda
que en un árbol se encontraba
encaramado
un indiecito guaraní.
Que sobresaltado
por el grito de su madre
perdió apoyo, y, cayendo se murió.
Y que entre los brazos maternales
por extraño sortilegio
en chogüí se convirtió.
Chogüí, chogüí, chogüí, chogüí
qué lindo está mirando acá.
Mirando allá, volando se alejó.
Chogüí, chogüí, chogüí, chogüí
qué lindo es, qué lindo va
perdiéndose en el cielo azul turquí.
Y desde aquel día
se recuerda al indiecito
cuando se oye, como un eco, a los chogüí;
es el canto alegre y bullanguero
del precioso naranjero
que repite su cantar;
canta y picotea la naranja
que es su fruta preferida,
repitiendo sin cesar:
Chogúi, chogüí, chogüí, chogüí...

Escuchala:

miércoles, 21 de marzo de 2012

APOLO Y DAFNE (Mito griego)



Alguna vez Apolo quiso competir con Eros (Cupido) en el arte de lanzar flechas. Eros, molesto por la arrogancia de Apolo, ideó vengarse de él. Para ello lanzó al hermoso dios una flecha de oro, que causa un amor inmediato a quien hiere; por el contrario, hirió a la ninfa Dafne con una flecha de plomo, que causa desprecio y desdén.
El calor ha recluido en sus guaridas a las fieras, el río parece haber detenido el curso de sus aguas y ni siquiera rasgan el aire las alas de las mariposas. El sol deja caer a plomo sus rayos, penetra entre las ramas y sofoca en el bosque todo signo de actividad. Silencio. Dafne, con los ojos entornados, descansa sentada en la orilla, refrescando sus pies en la corriente del río Peneo. De pronto, se incorpora y gira hacia atrás la cabeza. Quizá la ha alertado un ruido, el roce de una hoja, o la sensación de una mirada ardiente sobre su nuca. A unos pasos de ella, un hombre en pie la mira. Al percibir el sobresalto de la muchacha, el hombre tiende hacia ella su mano y le dice: “No temas, soy Apolo y ardo de amor por ti.”
Los pies de Dafne vuelan más veloces que el viento, se internan entre los árboles, saltan nudosas raíces, esquivan obstáculos. Si antes eran aliados de su belleza, ahora sus cabellos son un estorbo, pues se prenden en las ramas y le frenan la huida. Apolo no es menos veloz: a él no lo impulsa el miedo ni el rechazo, sino el deseo.
El descarnado e inmediato deseo de poseer a la joven espolea su cuerpo entero, le confiere energía y lo hace incansable. A Dafne se le agotan las fuerzas: sus piernas flaquean, la respiración se hace más fatigosa, sus movimientos se tornan torpes. Siente a sus espaldas el aliento del dios, las puntas de sus dedos que están a punto de aferrarla.
La ninfa dedica su último esfuerzo a pedir auxilio a su padre, el río Peneo: “Padre” – dice – “si tienes algún poder divino, ayúdame. Haz que desaparezca este cuerpo mío, puesto que es lo único de mí que desea mi perseguidor”. Y su padre, compadecido, hace que al instante broten ramas de sus dedos, raíces de sus pies, hojas de sus cabellos.
Cuando Apolo consigue al fin alcanzarla, es a un tronco leñoso, a un esbelto laurel a quien abraza, viendo su deseo burlado, dijo: “Y puesto que no puedes ser mi mujer, en verdad serás mi árbol. Siempre te tendrán, laurel, mi cabellera, mi cítara, mi aljaba.”

Nota
El árbol de laurel fue así consagrado a Apolo, y la corona de sus brillantes hojas se convirtió en el premio que recibían los mejores poetas, músicos o artistas.



lunes, 19 de marzo de 2012

La leyenda de Ka’a



de "Mitología Guaraní" de Jorge Montesino (Paraguay)

Sentada sobre el borde rocoso del arroyo una bella joven juega metiendo sus pies en el agua. Las gotas que levanta vuelven al cauce más brillante que antes, como tocadas por una varita mágica. Un ave de blanco plumaje bebe a orillas del arroyo. La muchacha observa al ave.
El tiempo parece inexistente a esta hora de la tarde. Nadie más se ve en las inmediaciones. El pájaro bebiendo a sorbos pequeños, picotea el agua. Ka’a juega con el agua. Los pies de la niña y el agua del arroyo son lo único móvil. No hay una gota de viento. Las plantas parecen expectantes.
Del otro lado del arroyo una enmarañada vegetación de verdes fulgurantes. De este lado, las piedras y una amplia extensión de doradas arenas. La tierra parece detenerse a observar la imagen de la chica en el arroyo. De la espesura surge de pronto una pequeña caravana. Va encabezada por un hombre joven, alto y altivo.
Ka’a nota a la caravana porque un momento antes de aparecer, el ave levanta vuelo asustada dejando en el aire un graznido que ahora flota sobre la cabeza de quienes van cruzando el arroyo sobre las piedras. El hombre que encabeza la caravana llama la atención de Ka’a. Es alto y fuerte. Su mirada está clavada en algo con fijeza, pero Ka’a no sabe precisar dónde. Su mirada resulta irresistible para la joven que con los pies en el agua observa a los forasteros. Ninguno de ellos parece percatarse de la presencia en la costa. Pasan muy cerca de donde está Ka’a pero nadie dirige un saludo ni una mirada. Los largos pasos del hombre se adentran en un estrecho sendero y se pierden en un recodo.
Más tarde, Ka’a vuelve a la aldea y cuando cae la noche procura descansar. La fiera mirada del forastero que ha visto durante la tarde le inquieta. Ha perdido su habitual tranquilidad. Hay una vibración extraña en la joven. Nunca se ha sentido de esa forma. Da vueltas en su hamaca sin poder conciliar el sueño durante horas. Cuando la noche ya está muy avanzada el sueño la vence y cae en una especie de sopor. En sueños los negros ojos del forastero le calan el corazón.
El sol alarga su luminoso cuerpo cuando Ka’a despierta. Despierta posiblemente al escuchar una voz desconocida. Su padre conversa con alguien. Ka’a se queda quieta en su hamaca. Su padre conversa con el hombre de la caravana. Y el hombre al que ahora puede ver de cerca está relatando los objetivos que lo han traído hasta las tierras de Ka’a.
“Como avare mbya tengo la misión de recorrer estas tierras en busca de una gran ofrenda para el templo de Mbaeveraguasu. Es bien conocida la riqueza en metales preciosos que se da en estas tierras y los mbya queremos recorrerla sin chocar con nadie”.
“Délo por hecho”, contestó secamente el padre de Ka’a.Ka’a no pudo evitar la fascinación que la mirada de aquel joven sacerdote despertaba en ella y estuvo viéndolo a través del tejido de la hamaca en la que, ya despierta procuraba ni siquiera respirar para que nadie advirtiera su presencia. En aquella incómoda posición, Ka’a recordó todo lo que de los mbya había escuchado en el pasado. Decían que se creían insuperables y que ningún mbya, mucho menos los avare, se casaban con gentes de otras tribus. Tan elevado era el amor propio de los mbya. Ka’a se dijo para sí misma que eso a ella no debía importarle, puesto que intentaría conquistar a aquel que estuvo mirándola y entró en sus sueños toda la noche.
El avare se despidió del cacique diciéndole que durante aquel día andaría observando los alrededores sin alejarse mucho. Ka’a que era toda oídos se levantó ni bien el sacerdote se hubo retirado del lugar y anduvo recorriendo los alrededores de la aldea con la esperanza de encontrarse con aquel que había venido a visitarla en sueños.
Anduvo así durante varias jornadas y muchas fueron las veces en que los jóvenes cruzaron sus miradas. Ka’a sentía el ardor del avare. Lo notaba en las cosas imperceptibles y misteriosas que solo se dan a conocer cuando el amor despierta. Varias veces se cruzaron en el bosque y en los arroyos, el avare y los suyos buscaban piedras preciosas. Ka’a buscaba al sacerdote.
Una tarde sombrìa Ka’a se enteró de que el avare volvería a su pueblo. El dolor atravesó el corazón de la joven. Ante la posibilidad cierta de perderlo para siempre, Ka’a salió en busca del avare a quien pensaba manifestar su amor.
Ka’a marcha decidida. Dispuesta a usar todas las armas de la seducción para despertar la pasión que intuye escondida en el alma del sacerdote mbya. Una extraña fuerza gobierna cada paso de la muchacha que avanza hacia el arroyo como si supiera que allí va a encontrarse con el avare.
Ka’a está frente al hombre.
Todo indica que será correspondida. El mbya siente que su sangre hierve. Se reprime. Lucha contra sus propios sentimientos. Lucha contra la pasión que le inunda el cuerpo.
El ascetismo contra la pasión.
Despiadada es la lucha en el interior del hombre que, por un lado está enceguecido de amor por la joven y por el otro tiene una misión que cumplir para la cual ha sido adiestrado durante largo tiempo. Ka’a baja hasta la arena y danza para el avare. Su cuerpo se mueve con gracia despertando cada vez con más intensidad el deseo del avare.
Ahora Ka’a se desliza a través de las piedras. Se acerca al hombre. Le confiesa su amor. Lo abraza. Hay un momento que se hace eterno cuando las palabras de Ka’a se enredan en los vestidos del sacerdote. Es en ese instante eterno cuando el ascetismo aprovecha la distracción y aniquila a la pasión. El joven sacerdote toma el hacha de piedra que lleva consigo y sin pensarlo ni una sola vez la azota sobre la cabeza de Ka’a que se desploma sin un solo quejido. La sangre de la joven mancha la piedra. El mbya sin siquiera mirarla guarda su arma y se marcha dando la espalda a la pasión y al amor para siempre jamás.

Han pasado los años.
El dolor de la tribu por la muerte de Ka’a ya casi no se recuerda.
Un viejo sacerdote mbya llega hasta aquella aldea. Viene el hombre con la espalda doblada por los años. Viene el hombre cargando el peso de la muerte de la pasión en su alma. Se detiene en aquella piedra junto al arroyo. Se sienta allí a descansar. Un arbusto de hojas desconocidas para el sabio sacerdote le brinda su fresca sombra en la tórrida tarde de verano. De las brillantes hojas del arbusto se desprende un aroma que le lleva a tomar unas cuantas hojas y masticarlas. El jugo de las hojas penetra en su cuerpo como un elixir de vida. Ya no hay dudas, el viejo sacerdote ha venido a encontrarse con su último momento al único sitio donde conoció la vida con plenitud. Allí donde en sus años de juventud perdiera la posibilidad del amor de una vez y para siempre. El mbya siente que viaja hacia el amor. La yerba que ha probado por primera vez no es sino la encarnación de aquella dulce joven que le confesara su amor. Ahora el avare viaja su viaje infinito y último para reunirse con su amada. Lleva en su boca el recio sabor de la yerba mate.



miércoles, 25 de agosto de 2010

LEYENDA DE LA FLOR DE IRUPÉ

Érase una doncella bellísima que se enamoró de la luna. La joven sufría con su amor sin esperanzas, mirando al astro de la noche esparcir su pálida luz desde la altura
Un día, llevada por la fuerza de su pasión, decidió ir a buscar a su celestial amante. Subió a los árboles más altos e inútilmente tendía los brazos en busca de lo inalcanzable. A costa de grandes fatigas trepó a la montaña, y allí, en la cima estremecida por los vientos esperó el paso de la luna pero también fue en vano.
Volvió al valle suspirosa y doliente, y caminó, caminó para ver si llegando a la línea del horizonte la podía alcanzar. Y sus pies sangraban sobre los ásperos caminos en la búsqueda de lo imposible.
Sin embargo, una noche, al mirar en el fondo de un lago vio a la luna reflejada en la profundidad y tan cerca de ella que creía poder tocarla con las manos. Sin pensar un momento se arrojó a las aguas y fue a la hondura para poder tenerla. Las aguas se cerraron sobre ella y allí quedó la infeliz para siempre con su sueño irrealizado.
Entonces
Tupá, compadecido, la transformó en irupé, cuyas hojas tienen la forma del disco lunar y que mira hacia lo alto en procura de su amado ideal.