jueves, 17 de julio de 2014

LUTEY Y LA SIRENA (leyenda celta)


En otros tiempos, los pescadores de Cornualles solían peinar las algas acumuladas en la playa por si entre ellas había objetos valiosos arrastrados a tierra desde los muchos naufragios que eran el tributo impuesto por aquella cruel costa rocosa.
Un día, Lutey de Cury, que está próximo a Lizard Point, descubrió una adorable sirena varada en uno de los muchos charcos que forma la marea entre las rocas.
Era una preciosa criatura y le fue fácil convencer a Lutey para que la devolviese al mar en retirada. Apretándose contra él, le ofreció cumplirle tres deseos por su bondad, y Lutey, que era una buena persona, pidió primero tener la facultad de romper los embrujos; después, la facultad de obligar a los espíritus protectores de las brujas a hacer el bien a los demás, y tercero, que estas dos facultades las heredaran sus descendientes.
La sirena le concedió gustosa estos deseos, y en vista de que había elegido sabia y desinteresadamente, le añadió dos dones: primero, que nadie de su familia estaría necesitado jamás, y segundo, la forma de llamarla utilizando su peine mágico siempre que la necesitase. Le dio las gracias sinceramente y, llevándola en brazos sin esfuerzo, se encaminó hacia el mar.
Ahora bien, Lutey era un hombre bien parecido y fuerte. Y la sirena comenzó a sentir deseos de volverle a ver. Ella era una criatura realmente encantadora, con una pálida cabellera de tonos plateados, ojos grandes y verdes y una ronca voz líquida de gran dulzura. Cuando, por fin, llegaron a la orilla del mar, ella comenzó a suplicarle que se adentrase un poco más en el agua agarrándose a su cuello cuando se disponía a soltarla. Su voz era tan suave y tan dulce el movimiento de su cuerpo elástico entre sus brazos, que Lutey avanzó en el mar y se hubiera perdido para siempre si no hubiera sido porque su perro ladró furiosamente desde la ribera y le recordó a su esposa e hijos amados. Pero entonces la sirena se aferró a él con más fuerza queriendo arrastrarle hacia la mar gruesa, hasta que, al fin, Lutey desenvainó su cuchillo y la amenazó con él.
Era el cuchillo de hierro, metal repulsivo para los sirénidos, por lo que ella se lanzó rápidamente al mar gritando:

“¡Adiós, adiós!
¡Que sigas bien, mi amor!
Nueve años esperaré por ti
y te llevaré en mi corazón, amor.
¡Entonces, volveré!”.

Se realizaron todos los deseos de Lutey y su familia y sus descendientes se hicieron famosos sanadores. Pero también se cumplió la promesa de la sirena, ya que volvió a los nueve años del día en que la arrojó de sí. Pescando estaba con uno de sus hijos, cuando se alzó sobre las aguas verdes como sus ojos líquidos, agitó su sedosa cabellera y le hizo señas. Lutey se volvió hacia su hijo y le dijo: “Ya es la hora. Tengo que pagar mi deuda”. Pero no parecía nada triste al lanzarse al verde abismo con su amor de voz de plata.
También se dice que, desde entonces, cada nueve años se pierde en el mar un Lutey de Cury. Pero si se marcharon tan gozosamente como el primer Lutey, eso nadie lo sabe.

(Leyenda celta)

ANDERSON IMBERT, Enrique: Cassette



Año: 2132. Lugar: aula de cibernética. Personaje: un niño de nueve años.
Se llama Blas. Por el potencial de su genotipo ha sido escogido para la clase Alfa. O sea, que cuando crezca pasará a integrar ese medio por ciento de la población mundial que se encarga del progreso. Entretanto, lo educan con rigor. La educación, en los primeros grados, se limita al presente: que Blas comprenda el método de la ciencia y se familiarice con el uso de los aparatos de comunicación. Después, en los grados intermedios, será una educación para el futuro: que descubra, que invente. La educación en el conocimiento del pasado todavía no es materia para su clase Alfa: a lo más, le cuentan una que otra anécdota en la historia de la tecnología.
Está en penitencia. Su tutor lo ha encerrado para que no se distraiga y termine el deber de una vez. Blas sigue con la vista una nube que pasa. Ha aparecido por la derecha de la ventana y muy airosa se dirige hacia la izquierda. Quizás es la misma nube que otro niño, antes que él naciera, siguió con la vista en una mañana como esta y al seguirla pensaba en un niño de una época anterior que también la miró y en tanto la miraba creía recordar a otro niño que en otra vida... Y la nube ha desaparecido. 
Ganas de estudiar, Blas no tiene. Abre su cartera y saca, no el dispositivo calculador, sino un juguete. Es una cassette. 
Empieza a ver una aventura de cosmonautas. Cambia y se pone a escuchar un concierto de música estocástica. Mientras ve y oye, la imaginación se le escapa hacia aquellas gentes primitivas del siglo XX a las que justamente ayer se refirió el tutor en un momento de distracción. 
¡Cómo se habrán aburrido, sin esa cassette! 
"Allá, en los comienzos de la revolución tecnológica —había comentado el tutor— los pasatiempos se sucedían como lentos caracoles. Un pasatiempo cada cincuenta años: de la pianola a la grabadora, de la radio a la televisión, del cine mudo y monocromo al cine parlante y policromo.
¡Pobres! ¡Sin esta cassette cómo se habrán aburrido! 
Blas, en su vertiginoso siglo XXII, tiene a su alcance miles de entretenimientos. Su vida no transcurre en una ciudad sino en el centro del universo. La cassette admite los más remotos sonidos e imágenes; transmite noticias desde satélites que viajan por el sistema solar; emite cuerpos en relieve; permite que él converse, viéndose las caras, con un colono de Marte; remite sus preguntas a una máquina computadora cuya memoria almacena datos fonéticamente articulados y él oye las respuestas.
(Voces, voces, voces, nada más que voces pues en el año 2132 el lenguaje es únicamente oral: las informaciones importantes se difunden mediante fotografías, diagramas, guiños eléctricos, signos matemáticos.)
En vez de terminar el deber Blas juega con la cassette. Es un paralepípedo de 20 X 12 X 3 que, no obstante su pequeñez, le ofrece un variadísimo repertorio de diversiones.
Sí, pero él se aburre. Esas diversiones ya están programadas. Un gobierno de tecnócratas resuelve qué es lo que debe ver y oír. Blas da vueltas a la cassette entre las manos. La enciende, la apaga. ¡Ah, podrán presentarle cosas para que él piense sobre ellas pero no obligarlo a que piense así o asá!
Ahora, por la derecha de la ventana, reaparece la nube. No es nube, es él, él mismo que anda por el aire. En todo caso, es alguien como él, exactamente como él. De pronto a Blas se le iluminan los ojos: 
—¿No sería posible —se dice mejorar esta cassette, hacerla más simple, más cómoda, más personal, más íntima, más libre, sobre todo más libre? 
Una cassette también portátil, pero que no dependa de ninguna energía microelectrónica: que funcione sin necesidad de oprimir botones; que se encienda apenas se la toque con la mirada y se apague en cuanto se le quite la vista de encima; que permita seleccionar cualquier tema y seguir su desarrollo hacia adelante, hacia atrás repitiendo un pasaje agradable o saltándose uno fastidioso... Todo esto sin molestar a nadie, aunque se esté rodeado de muchas personas, pues nadie, sino quien use tal cassette, podría participar en la fiesta. Tan perfecta sería esa cassette que operaría directamente dentro de la mente. Si reprodujera, por ejemplo, la conversación entre una mujer de la Tierra y el piloto de un navío sideral que acaba de llegar de la nebulosa Andrómeda, tal cassette la proyectaría en una pantalla de nervios. La cabeza se llenaría de seres vivos. Entonces uno percibiría la entonación de cada voz, la expresión de cada rostro, la descripción de cada paisaje, la intención de cada signo... Porque claro, también habría que inventar un código de signos. No como esos de la matemática sino signos que transcriban vocablos: palabras impresas en láminas cosidas en un volumen manual. Se obtendría así una portentosa colaboración entre un artista solitario que crea formas simbólicas y otro artista solitario que las recrea...
—¡Esto sí que será una despampanante novedad! —exclama el niño—. El tutor me va a preguntar: "¿Terminaste ya tu deber?" "No", le voy a contestar. Y cuando rabioso por mi desparpajo, se disponga a castigarme otra vez, ¡zas! lo dejo con la boca abierta: "¡Señor, mire en cambio qué proyectazo le traigo!"...

(Blas nunca ha oído hablar de su tocayo Blas Pascal, a quien el padre encerró para que no se distrajera con las ciencias y estudiase las lenguas. Blas no sabe que así como en 1632 aquel otro Blas de nueve años, dibujando con tiza en la pared, reinventó la Geometría de Euclides, él, en 2132, acaba de reinventar el libro.)

(Argentina, 1910/2000)

GÜIRALDES, Ricardo: El pozo


Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple.
Todo una historia trágica.
Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de piedra para descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo redondel.
Allí le sorprendieron: el cansancio, la noche y el sueño; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió, golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.
Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa.
Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, solo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.
Con su mano libre tanteó el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida.
Miró hacia arriba; el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente.
Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz.
Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca.
Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por pesa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.
Más de una vez, la tierra insegura cedió a su peso, crepitando abajo en lluvia fina; entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba inmóvil la vuelta de sus fuerzas.
Sin embargo, un mundo insospechado de energías nacía a cada paso, y como por impulso adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus martirios.
Allí quedaba, medio cuerpo de fuera, anulada la voluntad por el cansancio, viendo delante suyo la forma de un Aguaribay como cosa irreal...
Alguien pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el moribundo alcanzó a esbozar un llamado. Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz, tendió hacia el maldito.
El infeliz comprendió, hizo el último y sobrehumano esfuerzo para hablar; pero una enorme piedra vino a golpearle en la frente, y aquella visión de infierno desapareció como sorbida por la tierra.
Ahora, todo el pago conoce el pozo maldito; y sobre su brocal, desdentado por los años de abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las apariciones del malo.

(Argentina, 1886/1927)

ASIMOV, Isaac: Cómo se divertían


Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17 de mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!». Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que, siendo pequeño, su abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.
Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído por primera vez.
—¡Será posible! —comentó Tommy—. ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, solo sirve para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla.
—Ni a mí la mía —asintió Margie.
Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido los trece.
—¿Dónde lo encontraste? —preguntó la chiquilla.
—En mi casa —respondió él sin mirarla, ocupado en leer—. En el desván.
—¿Y de qué trata?
—De la escuela.
Margie hizo un mohín de disgusto.
—¿De la escuela? ¡Mirá que escribir sobre la escuela! Odio la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector.
Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al cabo de una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes y los ejercicios.
Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos tiempo que se precisa para respirar.
El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadit en la cabeza de Margie, dijo a su madre:
—No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio por completo...
Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Esta se sentía desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes, debido a que el sector de historia se había desajustado.
—¿Por qué iba a escribir alguien sobre la escuela? —preguntó a Tommy.
El chico la miró con aire de superioridad.
—Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de escuela que tenían hace cientos y cientos de años.
Y añadió campanudamente, recalcando las palabras:
—Hace siglos.
Margie se ofendió.
—De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo —leyó por un momento el libro por encima del hombro de Tommy y comentó—. De todos modos, había un profesor.
—¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre.
—¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre?
—Bueno... Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les hacía preguntas.
—Un hombre no es lo bastante listo para eso.
—Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
—No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor.
—Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él.
Margie no estaba dispuesta a discutir tal aserto. Así que dijo:
—No me gustaría tener en casa a un hombre extraño para enseñarme.
Tommy lanzó una aguda carcajada.
—No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos. Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.
—¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo?
—Claro. Siempre que tuvieran la misma edad...
—Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.

—En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
—Yo no dije que no me gustara —respondió con presteza Margie.
Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas. Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó:
—¡Margie! ¡La hora de la escuela!
—Todavía no, mamá —suplicó Margie, alzando la vista.
—¡Ahora mismo! —ordenó la señora Jones—. Probablemente es también la hora de Tommy.
—¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? —pidió Margie a Tommy.
—Ya veremos —respondió él con displicencia.
Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares.
Se iluminó la pantalla y una voz dijo:
—La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.
Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y como aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos.
Y los maestros eran personas...
El profesor mecánico destelló sobre la pantalla:
—Cuando sumamos las fracciones una mitad y un cuarto.
Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los tiempos antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían.

(Rusia, 1920/EE.UU., 1992)

QUIROGA, Horacio: Más allá


Yo estaba desesperada -dijo la voz-. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina, aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!
Yo le había dicho a mamá la semana antes:
-¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?
Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás:
-Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo -¿lo oyes bien?- preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto.
Esto dijo papá.
-Muy bien -le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo-: nunca más les volveré a hablar de él.
Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.
¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él.
¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.
-Muerta mil veces -decía él- antes que darla a ese hombre.
Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante?
Morir era preferible, sí, morir juntos.
Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría mil veces la muerte juntos, a la desesperación de no volverlo a ver más.
Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en el sitio convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.
No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si desde el fondo del pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis ensueños, como si todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio.
No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro y último abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar, comprendí, marcada de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de haber llegado a ser su novia, su esposa.
A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo que media entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos que me precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde de mi destino a contenerme... ¡tarde ya! Bruscamente, todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma, cesaron. Retrocedieron vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.
Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de pronto me estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.
¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!
El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos llevaba juntos abrazados a la tumba.
-Perdóname -me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello-. Te amo tanto que te llevo conmigo.
-Y yo te amo -le respondí-, y muero contigo.
No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a contemplar nuestra agonía? ¿Qué golpes frenéticos resonaban en la puerta misma?
-Me han seguido y nos vienen a separar... -murmuré aún-. Pero yo soy toda tuya.
Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente pues en ese momento perdía el conocimiento.

***

Cuando volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no buscaba donde apoyarme. Me sentía leve y tan descansada, que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue sensible. Yo estaba de pie, en el mismo cuarto del hotel, recostada casi a la pared del fondo. Y allá, junto a la cama, estaba mi madre desesperada.
¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto al velador, de pie como yo, lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a su vez y venía sonriendo a mi encuentro. Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que rodeaban el lecho, y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de habernos encontrado.
Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que yo estaba como él: muerta.
Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento. Habíamos perdido algo más, por dicha... Y allí, en la cama, mi madre desesperada me sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.
Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo en una perspectiva nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros, muertos por suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por el vaivén de los policías. ¿Qué nos importaba eso?
-¡Amada mía!... -me decía Luis-. ¡A qué poco precio hemos comprado esta felicidad de ahora!
-Y yo -le respondí- te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaremos más, ¿verdad?
-¡Oh, no!... Ya lo hemos probado.
-¿E irás todas las noches a visitarme?
Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá que debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no pudieran traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.
Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones muy duras y los dedos muy rígidos.
Nuestros cadáveres... ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido algo de nuestra vida, nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras, amenazando hacer rodar a todos con ellos?
¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor. Antes... no había podido asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues iría a casa como novio mío.
-¿Desde cuándo irás a visitarme? -le pregunté.
-Mañana -repuso él-. Dejemos pasar hoy.
-¿Por qué mañana? -pregunté angustiada-. ¿No es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche, Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!
-¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?
-Sí. Hasta luego, amor mío...
Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada como si regresara de la primera cita de amor que se repetiría esa noche.

***

A las nueve en punto corría a la puerta de calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él en casa, de visita!
-¿Sabes que la sala está llena de gente? -le dije-. Pero no nos incomodarán.
-Claro que no... ¿Estás tú allí?
-Sí.
-¿Muy desfigurada?
-No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!
Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las aletas de la nariz muy tensas y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el mismo que Luis esperaba ver durante horas y horas desde la esquina.
-Estás muy parecida -dijo él.
-¿Verdad? -le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos en seguida de todo, arrullándonos.
Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos con curiosidad el entrar y salir de las gentes. En uno de esos momentos llamé la atención de Luis.
-¡Mira! -le dije-. ¿Qué pasará?
En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos minutos antes, se acentuaba con la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas, no vistas aún allí, lo acompañaban.
-Soy yo -dijo Luis con ligera sorpresa-. Vienen también mis hermanas.
-¡Mira, Luis! -observé yo-. Ponen nuestros cadáveres en el mismo cajón ... Como estábamos al morir.
-Como debíamos estar siempre -agregó él-. Y fijando los ojos por largo rato en el rostro excavado de dolor de sus hermanas:
-Pobres chicas... -murmuró con grave ternura. Yo me estreché a él, ganada a mi vez por el homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que venciendo quién sabe qué dificultades, nos hacían mis padres enterrándonos juntos.
Enterrándonos... ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre una cama de hotel, puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos dos fríos y duros cuerpos, ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor. Y a pesar de todo, sin embargo, nos habían sido demasiado queridos en otra existencia para que no depusiéramos una larga mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.
-También ellos -dijo mi amado- estarán eternamente juntos.
-Pero yo estoy contigo -murmuré yo, alzando a él mis ojos, feliz.
Y nos olvidamos otra vez de todo.

***

Durante tres meses -prosiguió la voz- viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos veces por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera retrasado un solo segundo, y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la puerta. Para retirarse no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media, aun las doce sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra yo arrancar mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida, paseándome por la sala con la cara apoyada en la palma de la mano.
Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de un cuarto a otro, asistiendo sin interés alguno al movimiento de mi familia, aunque alguna vez me detuve en la puerta del comedor a contemplar el hosco dolor de mamá, que rompía a veces en desesperados sollozos ante el sitio vacío de la mesa donde se había sentado su hija menor.
Yo vivía -sobrevivía-, lo he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi amado, de la presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se abría un abismo invisible y transparente, que nos separaba a mil leguas.
Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro idilio. De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce, gustábamos de extender nuestros paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y más amantes.
Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra lo que habíamos sido. Entramos en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde brillaba una lápida de mármol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada más.
-Como recuerdo de nosotros -observó Luis- no puede ser más breve. Así y todo -añadió después de una pausa-, encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos epitafios.
Dijo, y quedamos otra vez callados.
Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin redención eran aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la realidad, la vida depurada de errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos llamas de un mismo amor.
Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca nuestra felicidad sin nubes.
Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin otro fin ni otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir que mi novio me visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez, al irse, acortábamos más la despedida.
Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que él pudiera decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le contestaría cualquier cosa, para evitar mirarlo.
Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo las mías heladas, leí en sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me puse pálida como la muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:
-¡Luis! -murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra situación, porque soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy cuenta, sus ojos recobraron la clara ternura de otras veces.
-Hasta mañana, amada mía -me dijo sonriendo.
-Hasta mañana, amor -murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.
Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar esta palabra nunca más.
Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes. Todo en vano: no podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la mano, alejados a un metro uno del otro.
¡Ah! Preferible era...
La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis rodillas.
-Mi amor -murmuró.
-¡Cállate! -dije yo.
-Amor mío -recomenzó él.
-¡Luis! ¡Cállate! -lancé yo, aterrada-. Si repites eso otra vez ...
Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros -¡es horrible decir esto!- se encontraron por primera vez desde muchos días atrás.
-¿Qué? -preguntó Luis-. ¿Qué pasa si repito?
-Tú lo sabes bien -respondí yo.
-¡Dímelo!
-¡Lo sabes! ¡Me muero!
Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En ese tiempo pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del destino, infinitas historias de amor, truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de lo imposible.
-Me muero... -torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada. Él lo comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo rato.
-No nos queda sino una cosa que hacer... -dijo.
-Eso pienso -repuse yo.
-¿Me comprendes? -insistió Luis.
-Sí, te comprendo -contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me dejara incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.
¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un ataúd dos espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir! ¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar, cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro de un amor!
Ese beso nos cuesta la vida -concluye la voz-, y lo sabemos. Cuando se ha muerto una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis a sí, hubiera dado el alma por poder ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros fue sublime e insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto sustancial y siempre fiel de nuestros restos mortales.
Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio, tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y nos aguarden.
De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me desvanezco...


(Uruguay, 1878/Argentina, 1937)

jueves, 3 de julio de 2014

ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO

Hay un hambre que es tan grande como la del pan y es la de la injusticia, la de la incomprensión. Y la producen las grandes ciudades donde uno lucha, solo, entre millones de hombres indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Londres y Nueva York grises, Buenos Aires gris, todas deben ser iguales. Y no por crueldad preconcebida, sino porque en el fárrago ruidoso de su destino gigante, los hombres de las grandes ciudades no pueden detenerse para atender las lágrimas de un desengaño. Las ciudades grandes no tienen tiempo para mirar el cielo... El hombre de las grandes ciudades caza mariposas de chico. De grande, no. Las pisa... No las ve. No lo conmueven.

Poeta, compositor, actor y autor teatral argentino
(27 de marzo de 1901 – 23 de diciembre de 1951)