sábado, 26 de diciembre de 2015

HEREDIA, Víctor: Taki Ongoy: Texto Nº 1 - Veinte mil años Patria



Texto Nº 1

Hubo un tiempo en el que todo era bueno. Un tiempo feliz en el que nuestros dioses velaban por nosotros. No había enfermedad entonces, no había pecado entonces, no había dolores de huesos, no había fiebres, no había viruela, no había ardor de pecho, no había enflaquecimiento. Sanos vivíamos. Nuestros cuerpos estaban entonces rectamente erguidos. Pero ese tiempo acabó, desde que ellos llegaron con su odio pestilente y su nuevo dios y sus horrorosos perros cazadores, sus sanguinarios perros de guerra de ojos extrañamente amarillos, sus perros asesinos. 
Bajaron de sus barcos de hierro: sus cuerpos envueltos por todas partes y sus caras blancas y el cabello amarillo y la ambición y el engaño y la traición y nuestro dolor de siglos reflejado en sus ojos inquietos. Nada quedó en pie, todo lo arrasaron, lo quemaron, lo aplastaron, lo torturaron, lo mataron. Cincuenta y seis millones de hermanos indios esperan desde su oscura muerte, desde su espantoso genocidio, que la pequeña luz que aún arde como ejemplo de lo que fueron algunas de las grandes culturas del mundo, se propague y arda en una llama enorme y alumbre por fin nuestra verdadera identidad, y de ser así que se sepa la verdad, la terrible verdad de cómo mataron y esclavizaron a un continente entero para saquear la plata y el oro y la tierra. De cómo nos quitaron hasta las lenguas, el idioma y cambiaron nuestros dioses atemorizándonos con horribles castigos, como si pudiera haber castigo mayor que el de haberlos confundido con nuestros propios dioses y dejado que entraran en nuestra casa y templos y valles y montañas. Pero no nos han vencido. Hoy, al igual que ayer todavía peleamos por nuestra libertad.




PLATICAS DE LOS SABIOS Y ANCIANOS
(NAHUAXL-HUAHATLACOLLI)

TEN CUIDADO DE LAS COSAS DE LA TIERRA.
HAZ ALGO. CORTA LEÑA. LABRA LA TIERRA.
PLANTA NOPALES. PLANTA MAGUEYES.
TENDRÁS QUE COMER. QUE BEBER, QUE VESTIR.
CON ESO ESTARÁS EN PIE. SERÁS VERDADERO.
CON ESO ANDARÁS, CON ESO SE HABLARÁ DE TI.
SE TE ALABARÁ, CON ESO TE DARÁS A CONOCER...
SERÁS VERDADERO...
SERÁS VERDADERO...
SERÁS VERDADERO...



VEINTE MIL AÑOS PATRIA

PATRIA, VEINTE MIL AÑOS PATRIA.
MADRE, POR LA VIDA Y LA MUERTE
SANGRAS POR LA CARNE Y EL ALMA.
POR EL CIELO Y EL MAR
EL AZÚCAR, LA SAL.
POR EL INDIO QUE ESPERA CON LA PIEL RESECA
LA RESURRECCIÓN.

POR EL AVE QUE VA
DESDE EL NORTE HACIA EL SUR
DESAFIANDO LOS VIENTOS
LOS HELADOS ALIENTOS DE LA TEMPESTAD
CON EL PICO APUNTANDO
CON LAS ALAS VOLANDO
CON LOS SUEÑOS PUJANDO HACIA LA LIBERTAD

AQUÍ LOS INOCENTES FUERON DESTERRADOS
A LA NEGRA FOSA DE LA ETERNIDAD.
AQUÍ LOS TORTURADOS, LOS DESARRAIGADOS
CLAMAN TODAVÍA POR SU ANSIADA PAZ.
Y CADA AÑO QUE PASA EL 12 DE OCTUBRE
CON LA VOZ DOLIDA VUELVEN A CANTAR
VUELVEN A CANTAR
HACIA LA LIBERTAD.




(Víctor Heredia – Argentina, 1947)

miércoles, 12 de agosto de 2015

NIVELES DE LENGUA

Diferentes significados de algunas palabras entre España, Chile, Argentina, Venezuela y México

sábado, 11 de julio de 2015

CALLE 13: Latinoamérica


de "Entren los que quieran" (2011)

Soy lo que dejaron, 
soy toda la sobra de lo que se robaron. 
Un pueblo escondido en la cima.
Mi piel es de cuero
por eso aguanta cualquier clima. 
Soy una fábrica de humo, 
mano de obra campesina para tu consumo.
Frente de frío en el medio del verano, 
el amor en los tiempos del cólera, mi hermano. 
El sol que nace y el día que muere
con los mejores atardeceres. 
Soy el desarrollo en carne viva, 
un discurso político sin saliva. 
Las caras más bonitas que he conocido, 
soy la fotografía de un desaparecido. 
La sangre dentro de tus venas, 
soy un pedazo de tierra que vale la pena. 
Soy una canasta con frijoles. 
Soy Maradona contra Inglaterra
anotándote dos goles. 
Soy lo que sostiene mi bandera, 
la espina dorsal del planeta es mi cordillera. 
Soy lo que me enseñó mi padre:
el que no quiere a su patria no quiere a su madre. 
Soy América Latina, 
un pueblo sin piernas pero que camina. 

Tú no puedes comprar al viento. 
Tú no puedes comprar al sol. 
Tú no puedes comprar la lluvia. 
Tú no puedes comprar el calor. 
Tú no puedes comprar las nubes. 
Tú no puedes comprar los colores. 
Tú no puedes comprar mi alegría. 
Tú no puedes comprar mis dolores. 

Tengo los lagos, tengo los ríos. 
Tengo mis dientes pa` cuando me sonrío. 
La nieve que maquilla mis montañas. 
Tengo el sol que me seca y la lluvia que me baña. 
Un desierto embriagado con peyote.
Un trago de pulque para cantar con los coyotes.
Todo lo que necesito…
Tengo a mis pulmones respirando azul clarito. 
La altura que sofoca. 
Soy las muelas de mi boca mascando coca. 
El otoño con sus hojas desmayadas. 
Los versos escritos bajo la noche estrellada. 
Una viña repleta de uvas. 
Un cañaveral bajo el sol en Cuba. 
Soy el mar Caribe que vigila las casitas, 
haciendo rituales de agua bendita. 
El viento que peina mi cabello. 
Soy todos los santos que cuelgan de mi cuello. 
El jugo de mi lucha no es artificial, 
porque el abono de mi tierra es natural. 

Tú no puedes comprar al viento. 
Tú no puedes comprar al sol. 
Tú no puedes comprar la lluvia. 
Tú no puedes comprar el calor. 
Tú no puedes comprar las nubes. 
Tú no puedes comprar los colores. 
Tú no puedes comprar mi alegría. 
Tú no puedes comprar mis dolores. 

Não se pode comprar o vento.
Não se pode comprar o sol. 
Não se pode comprar a chuva. 
Não se pode comprar o calor. 
Não se pode comprar as nuvens. 
Não se pode comprar as cores. 
Não se pode comprar minha alegría. 
Não se pode comprar minhas dores. 

Tú no puedes comprar al sol. 
Tú no puedes comprar la lluvia. 
(Vamos dibujando el camino, 
vamos caminando) 
No puedes comprar mi vida. 
Mi tierra no se vende. 

Trabajo en bruto pero con orgullo, 
Aquí se comparte: lo mío es tuyo. 
Este pueblo no se ahoga con marullos, 
Y si se derrumba yo lo reconstruyo. 
Tampoco pestañeo cuando te miro, 
Para que te acuerdes de mi apellido. 
La Operación Cóndor invadiendo mi nido, 
¡perdono pero nunca olvido! 

(Vamos caminando) 
Aquí se respira lucha. 
(Vamos caminando) 
Yo canto porque se escucha. 

Aquí estamos de pie 
¡Que viva Latinoamérica! 

No puedes comprar mi vida.

Calle 13



viernes, 17 de abril de 2015

ANDERSON IMBERT, Enrique: Héroes


Teseo, que acababa de matar al Minotauro, se disponía a salir del laberinto siguiendo el hilo que había desovillado cuando oyó pasos y se volvió. Era Ariadna, que venía por el corredor reovillando su hilo.
—Querido —le dijo Ariadna, simulando que no estaba enterada del amorío con otra, simulando que no advertía el desesperado gesto de “¿y ahora qué?” de Teseo—, aquí tienes el hilo todo ovilladito otra vez.

(Argentina, 1910/2000)

miércoles, 15 de abril de 2015

MITOS


Los mitos son narraciones protagonizadas por personajes de carácter divino o heroico, que dan una explicación al origen del mundo, del hombre y de fenómenos naturales. Transcurren fuera del tiempo histórico —o sea, impreciso, como lo es el tiempo de los dioses— y, en algunos casos, en lugares no determinados.
En la antigüedad los mitos ofrecían respuestas a preguntas ancestrales, entre otras, cómo se crearon el cielo y la tierra. Estos mitos se llaman “mitos de origen”, que parten de la nada o del caos previo a la creación, que es obra de uno o de varios seres superiores o dioses. El hombre quiere saber por qué se producen los diferentes fenómenos de la naturaleza, en qué se transforma lo que él ve que desaparece. Es decir, se originan porque un pueblo necesita suplir una carencia propia, relacionada con su historia como comunidad o con las fuerzas de la naturaleza.
Hoy en día, los acontecimientos se explican por medio de la ciencia (geografía, física, química, filosofía…) y el análisis histórico. Pero como en la antigüedad algunas de estas ciencias no existían o estaban poco desarrolladas, surgieron los mitos: relatos que daban cuenta imaginariamente de todo aquello que parecía no tener explicación. Los mitos surgieron como respuestas colectivas de un pueblo o comunidad frente a lo inexplicable. Circulaban oralmente entre los habitantes y pasaban de generación en generación. Por eso —por el paso del tiempo— existen diversas versiones escritas de un mismo mito.

¿Verdad o ficción?

Para los habitantes de los antiguos pueblos, los relatos míticos no eran historias imaginarias, sino que constituían la base de su religión, y por lo tanto, tenían carácter de verdad. En aquella época, los mitos eran la base de la religión de los pueblos.
Actualmente, esos relatos fueron ficcionalizados y pasaron a formar parte de la literatura, que crea belleza a través del uso expresivo de las palabras. Se utiliza la imaginación para crear ficción. Con las palabras que lo componen se crea belleza, por eso el mito es un relato con intencionalidad estética.

Personajes mitológicos

Los relatos míticos tienen como protagonistas a los dioses o héroes de un pueblo.
Los dioses superan a los hombres en belleza, fuerza y poder. Pero, al igual que los humanos, poseen virtudes, defectos y pasiones
Los héroes son inferiores a los dioses y superiores a los hombres. Nacen de la unión de un dios y una mujer o entre un hombre y una diosa. Se destacan por su fuerza o por su astucia y siempre sus hazañas superan a las posibilidades humanas. Otros seres sobrenaturales están dotados de extraños poderes, como ser los elfos (que pertenecen a la mitología escandinava o nórdica), los centauros o las sirenas.

Algunos mitos:

Lutey y la sirena (mitología celta)
Apolo y Dafne (mitología griega)
Teseo y el Minotauro (mitología griega)

miércoles, 1 de abril de 2015

FONTANARROSA, ROBERTO: Palabras iniciales

“Puto el que lee esto”.
Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.
Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. “Puto el que lee esto” y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento...” Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.
Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar. “Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos”. Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que les debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. “Puto el que lee esto.” Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
“Es un golpe bajo”, dirá algún crítico amanerado, de esos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos en Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor —les contesto—, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir: “Me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribía, no los molesto más con mi producción”, no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.
Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. “Me voy, me muero, cagué la fruta —podría ser el postrer anhelo—. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches”. Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Prilimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.
Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardío, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea
frívolamente el último best-seller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.
Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros —le advierten—, vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.
No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un icono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron. Y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.
De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.
“Puto el que lee esto”.
John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: “Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia”. Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.
Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se describe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: “Este es el libro. Este es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola”.
Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del Negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprenden del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. “Puto el que lee esto”. Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el Angelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.
No esperen, de mí, ética alguna. Solo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.

(Rosario, Argentina, 1944/2007)

 Fuente: Página/12

sábado, 7 de febrero de 2015

LOS CIEN MEJORES CUENTOS DE LA LITERATURA UNIVERSAL

Según:

Un maravilloso regalo espero lo disfruten


A la deriva – Horacio Quiroga
Aceite de perro – Ambrose Bierce
Ante la ley – Franz Kafka
Bartleby el escribiente – Herman Melville
Bola de sebo – Guy de Mauppassant
Casa tomada – Julio Cortázar
Cómo se salvó Wang Fo – Marguerite Yourcenar
Continuidad de los parques – Julio Cortázar
Corazones solitarios – Rubem Fonseca
Dejar a Matilde – Alberto Moravia
Diles que no me maten – Juan Rulfo
El ahogado más hermoso del mundo – Gabriel García Márquez
El Aleph – Jorges Luis Borges
El almohadón de plumas – Horacio Quiroga
El artista del trapecio – Franz Kafka
El banquete – Julio Ramón Ribeyro
El barril amontillado – Edgar Allan Poe
El capote – Nikolai Gogol
El color que cayó del espacio – H.P. Lovecraft
El corazón delator – Edgar Allan Poe
El cuentista – Saki
El destino de un hombre - Mijail Sholojov
El día no restituido – Giovanni Papini
El diamante tan grande como el Ritz – Francis Scott Fitzgerald
El episodio de Kugelmass – Woody Allen
El escarabajo de oro – Edgar Allan Poe
El extraño caso de Benjamin Button – Francis Scott Fitzgerald
El gato negro – Edgar Allan Poe
El gigante egoísta – Oscar Wilde
El golpe de gracia – Ambrose Bierce
El guardagujas – Juan José Arreola
El horla – Guy de Maupassannt
El inmortal – Jorge Luis Borges
El jorobadito – Roberto Arlt
El nadador – John Cheever
El perseguidor – Julio Cortázar
El pirata de la costa – Francis Scott Fitzgerald
El pozo y el péndulo – Edgar Allan Poe
El príncipe feliz – Oscar Wilde
El rastro de tu sangre en la nieve – Gabriel García Márquez
El ruido del trueno – Ray Bradbury
El traje nuevo del emperador – Hans Christian Andersen
En el bosque – Ryonuosuke Akutakawa
En memoria de Paulina – Adolfo Bioy Casares
Encender una hoguera – Jack London
Enoch Soames – Max Beerbohm
Esa mujer – Rodolfo Walsh
Exilio – Edmond Hamilton
Funes el memorioso – Jorge Luis Borges
Harrison Bergeron – Kurt Vonnegut
La caída de la casa de Usher – Edgar Allan Poe
La capa – Dino Buzzati
La casa inundada – Felisberto Hernández
La colonia penitenciaria – Franz Kafka
La condena – Franz Kafka
La dama del perrito – Anton Chejov
La gallina degollada – Horacio Quiroga
La ley del talión – Yasutaka Tsutsui
La llamada de Cthulhu – H.P. Lovecraft
La lluvia de fuego – Leopoldo Lugones
La lotería – Shirley Jackson
La metamorfosis – Franz Kafka
La noche boca arriba – Julio Cortázar
La pata de mono – W.W. Jacobs
La perla – Yukio Mishima
La primera nevada – Julio Ramón Ribeyro
La tempestad de nieve – Alexander Puchkin
La tristeza – Anton Chejov
La última pregunta – Isaac Asimov
Las babas del diablo – Julio Cortázar
Las nieves del Kilimajaro – Ernest Hemingway
Las ruinas circulares – Jorge Luis Borges
Los asesinatos de la Rue Morgue – Edgar Allan Poe
Los asesinos – Ernest Hemigway
Los muertos – James Joyce
Macario – Juan Rulfo
Margarita o el poder de Farmacopea – Adolfo Bioy Casares
Markheim – Robert Louis Stevenson
Mecánica popular – Raymond Carver
Misa de gallo – J.M. Machado de Assis
Mr. Taylor – Augusto Monterroso
No hay camino al paraiso – Charles Bukowski
Parábola del trueque – Juan José Arreola
Paseo nocturno – Rubem Fonseca
Regreso a Babilonia – Francis Scott Fitzgerald
Solo vine a hablar por teléfono – Gabriel García Márquez
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius – Jorge Luis Borges
Tobermory – Saki
Un marido sin vocación – Enrique Jardiel Poncela
Una rosa para Emilia – William Faulkner
Vecinos – Raymond Carver
Vendrán lluvias suaves – Ray Bradbury

Fuente:

viernes, 2 de enero de 2015

FELIPE, León: Vencidos

Por la manchega llanura 
se vuelve a ver la figura 
de Don Quijote pasar.

Y ahora ociosa y abollada
va en el rucio la armadura, 
y va ocioso el caballero,
sin peto y sin espaldar.

Va cargado de amargura, 
que allá encontró sepultura 
su amoroso batallar. 

Va cargado de amargura, 
que allá «quedó su ventura» 
en la playa de Barcino, frente al mar.

Por la manchega llanura 
se vuelve a ver la figura 
de Don Quijote pasar. 

Va cargado de amargura, 
va, vencido, el caballero
de retorno a su lugar. 

¡Cuántas veces, Don Quijote,
por esa misma llanura, 
en horas de desaliento
así te miro pasar! 
Y cuántas veces te grito:
¡Hazme un sitio en tu montura 
y llévame a tu lugar!

Hazme un sitio en tu montura, 
caballero derrotado.
Hazme un sitio en tu montura 
que yo también voy cargado de amargura 
y no puedo batallar.

Ponme a la grupa contigo, 
caballero del honor, 
ponme a la grupa contigo, 
y llévame a ser contigo pastor.

Por la manchega llanura 
se vuelve a ver la figura 
de Don Quijote pasar...

(España, 1884/1968)