sábado, 23 de octubre de 2010

IPARRAGUIRRE, Sylvia: El dueño del fuego


La mañana ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos esto es lo que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde al salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas persianas de hierro dejaban pasar como a desgano esa ambigua claridad del invierno que obligaba a encender las luces, a no mirarse las caras, a hablar sin levantar la voz. En un rincón, el portero forcejeaba con la estufa a kerosene. Los asistentes a la clase de etnolinguística de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin mirarse, en voz muy
-¡Coño! -dijo el portero. La estufa exhibía un mecherito desarticulado y anacrónico. Una llama azul aparecía y desaparecía con pequeñas explosiones intermitentes. De golpe se apagó. Todos miraron a la doctora. El portero se levantó y dijo-: Ya vuelvo, voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a enfermar el aborigen. El pronombre reflexivo o algo en el acento espafiol del portero provocó discretas sonrisas entre los linguistas y antropólogos. La clase, Lengua y Cultura del Chaco Argentino, debía comenzar en unos minutos. Se contaba con un indio: el toba Marcelino Romero. No podía tardar. Considerando que viajaba desde Villa Insuperable, el trayecto le llevaba poco más de una hora.
A las diez y media en punto apareció en la puerta del aula. Era bajo y corpulento con una convencionalmente inexpresiva cara de indio. El pelo, renegrido y largo, contenido detrás de las orejas. Su aspecto era muy pulcro; llevaba medias y alpargatas. Murmuró un saludo y se dirigió a su asiento, a un costado del escritorio de la doctora. Sobre el pizarrón, un cuadro repetía en griego y castellano, la leyenda. "El hombre es la medida de todas las cosas". La doctora salió del aula. Cuando volvió, escoltada por el portero y el antropólogo de la cátedra, ya era, definitivamente, la doctora y profesora Brigitta Inge Dusseldorff, de la Universidad de Mainz, especialista en lenguas amerindias, cuya tesis Einige linguistiche indizien des Kurtunwandels in NordostNeuquinea (München, 1965) había impresionado vivamente a especialistas de todo el mundo. Otro de sus trabajos, Der Kulturwandel bei de Indianen des Gran Chaco (Sudamerika) seit der Konkista-Zeit (Mainz, 1969), era fervientemente citado por los alumnos de la Facultad quienes deseaban desentrañar algún día sus profundos conceptos. La doctora Dusseldorff era alta, huesuda, de pelo muy corto; anteojos y pies enormes. La universidad argentina se conmovía con su presencia. El portero, un paso detrás de ella, no le llegaba al hombro.
-Gracias -dijo en correctísimo castellano-. Puede retirarse.
Todos se acomodaron en sus asientos; el antropólogo también. La clase comenzaba.
-La clase anterior -dijo la doctora a quien le gustaba ir directamente al punto-, habíamos llegado hasta la parte de caza y pesca, armas e implementos, ¿verdad?
Todos dieron cabezadas afirmativas.
-Bien, hoy no usaremos cintas grabadas dijo la doctora-. Vamos a retomar con el propio informante la parte correspondiente a pesca, Por favor, señor Marcelino, ¿cómo se dice "pescar"?
El indio los miró, después miró inexpresivamente la pared y dijo: -Sokoenagan.
-Muy bien. Así que esto es "pescar".
El indio sacudió la cabeza. -No -dijo-. Yo voy a pescar.
-Ah, bien, la primera persona verbal. Entonces, usted va a pescar. -Lo señaló pero el indio no dijo nada-. Bien, pero, ¿cómo se dice "pescar"?, solamente eso.
-Sokoenagan -dijo el indio.
La doctora quedó con el bolígrafo en alto.
-Intentemos con la tercera persona. ¿Cómo decimos "él pesca"?
-Niemayó-rokoenagan -dijo el indio.
-Perfectamente -dijo la doctora y se explayó en consideraciones fonéticas. Durante los siguientes veinte minutos la clase avanzó muy lentamente.
-Recapitulemos -dijo, por fin, la doctora-. Pescar: sokoenagan; yo pesco: sokoenagan; tú pescas: aratá-sokoenagan; él pesca: niemayé-rokoenagan. Existe una glotalización con valor distintivo en...
El indio decía que no con la cabeza. Parecía que lo recapitulado no era correcto.
-¿Cómo? Dijo la doctora.
-Está sentada, todavía no fue -dijo el indio. Hubo un breve silencio.
-Un tiempo continuo o un elemento espacial en la conjugación -avisó la doctora a la clase-. Explíquese -dijo severamente. Por un momento pareció que iba a agregar "buen hombre" pero no fue así.
-Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está pensando -dijo el indio-, está pensando en ir a pescar. Lo estoy viendo cerca.
Alumnos y profesores se movieron inquietos. El informante no facilitaba las cosas hoy. Una de las alumnas intervino con evidentes deseos de coincidir con la doctora Dusseldorff. Era la alumna más adelantada. Había tenido la oportunidad de hablar a solas con la doctora y se había mencionado la posibilidad de una beca; hasta, quizás, un viaje a Alemania.
-¿Podrá ser, tal vez, un subsistema de presencia/ausencia del objeto nombrado?
-No creo que sea el caso dijo, con frialdad, la doctora.
El antropólogo, joven, pálido, de traje y bufanda, con experiencia de campo, intervino:
-Permítame, doctora. -Era un hombre que sabía manejarse con los indios.- ¿Qué querés decir cuando decís que lo estás viendo, Marcelino? -El antropólogo tuteaba al toba aunque debía tener veinte años menos. La doctora aprobó con una inclinación de cabeza la eficaz intervención masculina.
-Si no lo veo, digo de una manera distinta -dijo el indio. Y agregó:- Pero no pesca; va a ir a pescar.
Hubo un suspiro de alivio general. El antropólogo daba explicaciones a unas alumnas sentadas a su alrededor. Fumaba elegantemente. Conocía las últimas corrientes teóricas; sin embargo, añoraba la época de la Antropología Clásica y soñaba con reeditar a uno de aquellos refinados y eruditos dandies ingleses, capaces de internarse en lo más profundo y salvaje de la jungla, todo por la ciencia. El mismo ya había estado en el Impenetrable. Esto le otorgaba una secreta superioridad sobre la doctora, que sólo había trabajado con estadísticas, lenguajes procesados y computadoras. Los murmullos se generalizaron.
-Muy bien, Marcelino -dijo el antropólogo. Su tono contenía un premio.
La clase continuó. El indio permanecía sentado, inmóvil; la espalda, recta, no tocaba el respaldo de la silla.
-Pasemos a la caza -dijo la doctora, acomodándose los anteojos. El antropólogo sintió nuevamente que le correspondía tomar la palabra.
-Vos salías a cazar con tu abuelo, ¿no, Marcelino?
-Sí -dijo el indio.
-¿Había algún rito... -el antropólogo titubeó-, quiero decir, alguna reunión alguna ceremonia, antes de que fueran a cazar? Tu abuelo, ¿qué decía de esto?
-No -dijo el indio y miró vagamente a su alrededor.
Se produjo un corto silencio. La doctora intervino. Manifestó su interés en preguntar sobre la terminología referida a la caza. El antropólogo estuvo totalmente de acuerdo. Pero antes de que la doctora pudiese formular la primera pregunta, el toba, inesperadamente, comenzó a hablar. Hablaba en voz baja, con la mirada clavada en el piso. Explicó la enfermedad que se podía contraer por maleficio del animal perseguido. El se había enfermado de ese modo. La ciudad se parecía a la selva, dijo. Allá había que cuidarse de los bichos; acá hay que cuidarse de la gente. Recordó a su padre y a su abuelo, cuando lo llevaban a cazar. Ellos le habían enseñado cómo hacerlo. Pero él, después, había querido venirse. Salir del Chaco, de la tierra firme, y venirse, porque se había peleado con el capataz que era paraguayo y les daba trabajo nada más que a los paraguayos. No a los hermanos tobas, no a los argentinos.
La última palabra sonó extraña en el aula. Los presentes miraban al indio como si acabara de decir algo fuera de lugar, o como si empezaran a descubrir en él una cualidad que antes no habían percibido. En el aire flotaba una observación notable: ese indio era argentino.
-Me fui un domingo a hablarle -proseguía el toba. No había variado su actitud y su mirada permanecía fija en el suelo-. Y me pelié.
Trabajábamos toda la semana, no había domingo.
Estudiando su cuaderno de notas, la doctora dijo:
-Creo que nos vamos del tema. No se trata de historia personal sino de reconstrucción cultural. Miró al antropólogo que acudió otra vez en su auxilio.
-Está bien, Marcelino -dijo el antropólogo con cierta advertencia en el tono de su voz; tenía experiencia de campo y sabía cómo hablar con los indios-, está muy bien -ahora parecía dirigirse a una criatura-, pero queremos que nos cuentes cuando ibas a cazar; qué armas usabas, cómo se llamaban, ¿te acordás? Vos tenías dieciocho años cuando te viniste del Chaco.
-Sí, me vine -dijo el indio-. Yo no quise entrar en la transculturación. -Como llevadas por un mismo impulso, todas las cabezas se inclinaron; se tomó nota de esta palabra tan correctamente asimilada por el toba-. Yo reboté porque me pelié con el capataz. Llovía y mi abuelo y yo habíamos cargado todo el domingo. Mi abuelo y yo, entreverados con los otros, cargamos los vagones con los fardos, aunque llovía. Entonces me pelié y me vine a la ciudad, al Hotel de Inmigrantes; pero la pieza era muy chica, todo era muy chico. Uno quiere ver campo y no. Ve nada más que ciudad, por todos lados.
La clase estaba en suspenso. La doctora, impaciente, miró al indio y dijo con tono autoritario:
-Vamos a continuar con implementos y armas, pero antes probaremos con dos palabras para retomar la parte fonética. -Miró otra vez al indio.¿Cómo se dice "pez"?
El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla; después, metió las manos en los bolsillos del pantalón y cruzó una pierna sobre otra. No pareció un gesto oportuno en el contexto de la clase. Miró de frente a la doctora.
-Naiaq -dijo.
-Bien, entonces podríamos establecer: sokoenagan naiaq: yo pesco un pez. Observen que hay dos nasales en contacto -dijo con algo que podía parecerse al entusiasmo, la doctora.
-Si el pez está ahí y yo lo veo, sí -interrumpió el indio-, si no, no. -Todos lo miraron.- Hay otra forma -concluyó, finalmente, el toba.
-¿Cuál?-preguntó la doctora Dusseldorff. Sus ojos se habían achicado detrás de los enormes anteojos.
-Lacheogé-mnaiaq-ñiemayé-dokoeratak -dijo el indio. Algunos de los presentes creyeron advertir una sombra de sonrisa en su cara pétrea, pero sus ojos estaban serios y fijos.
-Parece que el informante no está bien dispuesto hoy para la parte linguística. Si quierre, profesorr podemos continuarr con implementos y armas -dijo la doctora, marcando tremendamente las erres.
Todos se relajaron. Sería lo mejor. La clase en pleno se daba cuenta de que la doctora estaba ligeramente fastidiada. Cuando esto ocurría, su lengua materna subía a la superficie. El informante debía colaborar, de otro modo era imposible organizar adecuadamente la parte fonética.
-Un merecido receso, doctora -dijo, sonriente, el antropólogo. Todos rieron. Una de las alumnas se ofreció para traer café. El antropólogo y la doctora se retiraron a un rincón, a hablar en voz baja. Dos estudiantes se acercaron al indio que permanecía sentado en su silla.
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-Andá al punto, Marcelino, no te vayas por las ramas que esto va a durar todo el día. -Le ofrecieron un cigarrillo y el toba aceptó, pero no se levantó de su silla. Cada tanto, un rápido parpadeo le modificaba la expresión.
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-Así que la ciudad no te gusta -le dijo uno de los estudiantes-, sin embargo vos acá podés trabajar y mantener a tu familia, ¿no Marcelino? Estás mejor que en el Chaco.
El indio dijo que sí con la cabeza. Miraba la punta del cigarrillo: -Pero cuando uno quiere ver campo, ve nada más que ciudad -dijo-, por todos lados ciudad.
Diez minutos más tarde, el antropólogo golpeó las manos académicamente.
-Continuamos -dijo.
Mientras todos se ubicaban, él mismo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos.
-Bueno, Marcelino -dijo el antropólogo, colocándose frente al toba-, reconocés estos elementos, estas armas... sostenía el arco y las flechas delante de los ojos del indio. Desde la silla, el toba miró los objetos. Levantó una mano y tocó con la punta de los dedos el arco. Bajó la mano.
-Sí-dijo-, sí.
-¿Alguno te llama la atención en forma especial? -continuó preguntando el antropólogo.
El indio tomó una de las flechas, la más chica, sin plumas en el extremo. -Esta es una flecha para pescar.
-Perfectamente. ¿Se utiliza con este arco? La clase pasada dijiste que tu abuelo tenía todas estas cosas guardadas en su casa.
De repente, el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron; el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás. E1 indio le habló en voz baja.
-Por supuesto, Marcelino -el antropólogo intentaba reír- por supuesto. -Marcelino pide permiso para quitarse el saco y estar más cómodo para reconocer el arco -informó a la clase.
Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla. Después tomó el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas.
-Esta es de caza -dijo sin dirigirse a nadie. Paradójicamente se veía mucho más corpulento sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que hacía unos minutos contestaba pasivamente las preguntas de la doctora-. Y ésta es la de guerra. Al decirlo el indio miró al antropólogo. La flecha que sostenía era la más grande, con un penacho de plumas de colores en el extremo.- Mi abuelo decía que Peritnalik nos mandaba a la guerra a los hermanos. -Miró otra vez al antropólogo y después a todos; antes de que el antropólogo hablara, dijo.- Peritnalik, Dios, El Gran Padre, el que manda los espíritus a la llanura del indio.
Algunos tomaban notas. La mayoría clavaba una mirada ansiosa en el toba. No podía decirse que estuviera haciendo nada impropio, pero algo había en su manera de pararse y de tomar el arco que sobrepasaba los límites de una clase en el Instituto. El antropólogo se había sentado cerca de la puerta, a un costado del indio, y lo observaba. Trataba de aparentar interés pero era evidente que estaba algo desconcertado e incómodo.
El toba, con una destreza sorprendente, tensó la cuerda y la amarró al extremo del arco. Todos los ojos estaban fijos en sus manos. Una ligera inquietud se pintó en las caras. En realidad, nadie conocía bien a ese indio. Habían dado con él por casualidad y había resultado particularmente oportuno para ilustrar las clases de la doctora Dusseldorff. Como para retomar el hilo perdido de la clase, el antropólogo preguntó:
-Cómo se dice "flecha", Marcelino.
El indio levantó bruscamente la cabeza. Hichqená -dijo.
-Podemos establecer una comparación con la terminología mataca que...
El antropólogo debió interrumpirse. El indio, con las piernas separadas y firmemente plantado, tensaba el arco como probándolo. Una parte de su pelo, renegrido y duro -de tipo mongólico, pensó automáticamente el antropólogo- se había deslizado de atrás de su oreja y le caía sobre la cara. La mano oscura alrededor de la madera se veía enorme. Una energía insospechada hasta entonces -en las clases anteriores el indio había permanecido siempre respetuosamente sentado en su silla- irradió de su cuerpo, una fuerza recíproca entre su brazo y la tensión del arco, una especie de potencia masculina, en fin, que fastidiaba especialmente a la doctora Dusseldorff, habituada a las jerarquías asexuadas de la ciencia. Con voz gutural, el toba dijo:
-Kal'lok-y repitió más fuerte-, Kal'lok. Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en suspenso, el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de su silla. Estaba pálido. La doctora había dejado su cuaderno de notas sobre el escritorio.
-Creo que no es necesario... -empezó a decir.
-¡Ena...! ¡Ená...! ¡Peritnalik! -la voz profunda del toba rebotó en las paredes.
Varios cuadernos de notas cayeron al suelo. El indio había colocado la flecha de guerra en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un sobrerrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta alcanzó casi la altura de los ojos del antropólogo. La doctora tenía la boca abierta.
-Hanak ená ña'alwá ekorapigem ramayé mnorék, ramayé lacheogé, ramayé pé habiák... murmuró la voz ronca del indio. Estaba inmóvil. Sólo sus ojos describieron, lentamente, un semicírculo que los abarcó a todos. Algunas cabezas iniciaron el movimiento de ocultarse tras la espalda de los que tenían delante. En el fondo del aula, una chica se puso de pie.
-Kal'lok -dijo el indio.
El silencio pesó como una losa.
El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiro el saco y se lo colgó del antebrazo.
El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas, algunas toses aisladas. El antropólogo, todavía pálido, encendió un cigarrillo y se aproximó al indio.
-Perfectamente, Marcelino, perfectamente -dijo.
Esto devolvió a la clase su capacidad de expresión. En general, se intentaba averiguar quién había tomado notas. Recorrió el aula la información de que lo dicho por el toba había sido una oración a Peritnalik. Algo como "...el dueño del fuego, el dueño de la noche y de la selva..." y también algo más, pero no se podía asegurar.
Rápidamente, se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración de Marcelino Romero. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo.
El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron últimos. La clase no había sido satisfactoria. Consideraban, académicamente, la posibilidad de conseguir otro informante. Tal vez un mataco con mayor disposición. La buena disposición es fundamental para los fines científicos.
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de "En el invierno de las ciudades"de Sylvia Iparraguirre. Publicado por Ed. Galerna, 1988. ©.
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Argentina, 1947

domingo, 17 de octubre de 2010

BORGES, Jorge Luis: Buenos Aires


BUENOS AIRES
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Antes yo te buscaba en tus confines
que lindan con la tarde y la llanura
y en la verja que guarda una frescura
antigua de cedrones y jazmines.
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En la memoria de Palermo estabas,
en su mitología de un pasado
de baraja y puñal y en el dorado
bronce de las inútiles aldabas,
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con su mano y sortija. Te sentía
en los patios del Sur y en la creciente
sombra que desdibuja lentamente
.
su larga recta, al declinar el día.
Ahora estás en mí. Eres mi vaga
suerte, esas cosas que la muerte apaga.
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El otro, el mismo (1964)
.
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BUENOS AIRES
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Y la ciudad, ahora, es como un plano
de mis humillaciones y fracasos;
desde esa puerta he visto los ocasos
y ante ese mármol he aguardado en vano.
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Aquí el incierto ayer y el hoy distinto
me han deparado los comunes casos
de toda suerte humana; aquí mis pasos
urden su incalculable laberinto.
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Aquí la tarde cenicienta espera
el fruto que le debe la mañana;
aquí mi sombra en la no menos vana
.
sombra final se perderá, ligera.
No nos une el amor sino el espanto
será por eso que la quiero tanto.
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El otro, el mismo (1964)
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BUENOS AIRES, 1899
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El aljibe. En el fondo la tortuga.
Sobre el patio la vaga astronomía
del niño. La heredada platería
que se espeja en el ébano. La fuga
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del tiempo, que al principio nunca pasa.
Un sable que ha servido en el desierto.
Un grave rostro militar y muerto.
El húmedo zaguán. La vieja casa.
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En el patio que fue de los esclavos
la sombra de la parra se aboveda.
Silba un trasnochador por la vereda.
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En la alcancía duermen los centavos.
Nada. Sólo esa pobre medianía
que buscan el olvido y la elegía.
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Historia de la noche (1977)
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(Buenos Aires, 1899 / Ginebra, 1986)

lunes, 11 de octubre de 2010

WALSH, Rodolfo: Esa mujer

El coronel elogia mi puntualidad:
-Es puntual como los alemanes -dice.
-O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos papeles -dice.
Lo miro.
-Esa mujer, coronel.
Sonríe.-Todo se encadena -filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
-La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.-¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
-Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
-La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto.
-¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
-La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
-Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
-La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
-¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
-La confundió con un ladrón -sonríe el coronel. Esas cosas ocurren.
-Pero el capitán N...
-Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
-¿Y usted, coronel?
-Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
-Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
-Me gustaría.
-Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
-Ojalá dependa de mí, coronel.
-Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.-Mire.A la pastora le falta un bracito.
-Derby -dice-. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
-¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
-Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
-¿Qué querían hacer?
-Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
-Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
-Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
-Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
-Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
-Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
-...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.-Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
-Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
-Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese cómo se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.-¿Pobre gente?
-Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino.
-Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah, bueno -dice.
-¿La vieron así?
-Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
-Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.-A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
-¿Se impresionaron?
-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo". Después me agradeció.Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".-Beba -dice el coronel.
Bebo.-¿Me escucha?
-Lo escucho.
-Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
-Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
-Comprendo.-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.-¿Y?-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
-¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?-No.-Teléfono.-Deciles que no estoy.
Desaparece.-Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.-Ganas de joder -digo alegremente.
-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué le dicen?
-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
-¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
-¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.-¿La sacó usted?
-Sí.-¿Cuántas personas saben?
-DOS.-¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde?No contesta.
-Hay que escribirlo, publicarlo.
-Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.
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(Argentina, 1927/1977)

PALOMARES, Gabino: La maldición de Malinche

"Cortés & Malinche" (José Clemente Orozco)
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Del mar los vieron llegar
mis hermanos emplumados
eran los hombres barbados
de la profecía esperada.
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Se oyó la voz del monarca
de que el Dios había llegado
y les abrimos la puerta
por temor a lo ignorado.
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Iban montados en bestias
como demonios del mal
iban con fuego en las manos
y cubiertos de metal.
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Solo el valor de unos cuantos
les opuso resistencia
y al mirar correr la sangre
se llenaron de vergüenza.
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Porque los dioses ni comen,
ni gozan con lo robado
y cuando nos dimos cuenta
ya todo estaba acabado.
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En ese error entregamos
la grandeza del pasado
y en ese error nos quedamos
trescientos años esclavos.
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Se nos quedó el maleficio
de brindar al extranjero
nuestra fe, nuestra cultura,
nuestro pan, nuestro dinero.
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Y les seguimos cambiando
oro por cuentas de vidrio
y damos nuestra riqueza
por sus espejos con brillo.
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Hoy, en pleno siglo XX,
nos siguen llegando rubios
y les abrimos la casa
y los llamamos amigos.
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Pero si llega cansado
un indio de andar la sierra
lo humillamos y lo vemos
como extraño por su tierra.
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Tú, hipócrita, que te muestras
humilde ante el extranjero
pero te vuelves soberbio
con tus hermanos del pueblo.
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¡Oh, Maldición de Malinche!
¡Enfermedad del presente!
¿Cuándo dejarás mi tierra?
¿Cuándo harás libre a mi gente?
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Gabino Palomares
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Cantante mexicano nacido en San Luis Potosí. Gabino Palomares recuerda muy bien el comienzo del canto nuevo: "El movimiento del 68 influyó a muchos. En 1975 cobró auge la nueva canción por la migración latinoamericana a México. Fueron tiempos del gorilato, así que había muchas historias que contar. "Otro elementos importantes fue que un grupo numeroso de conjuntos y solistas comenzó a apoyar al Partido Socialista, lo que marcó el inicio en México del canto nuevo, el cual estuvo marcado por una línea de protesta, postura eficiente para dar a conocer la situación del país". Veinticinco años de carrera están detrás de la producción musical de Gabino Palomares.Las letras de Gabino Palomares hablan sobre el consumismo y la injerencia extranjera; la falta de compromiso del gobierno o los empresarios para con el pueblo, cuestiona las acciones emprendidas durante por lo menos tres sexenios y el permanente sacrificio de la clase trabajadora."Quisiera que mis canciones ya no estuvieran vigentes, porque eso querría decir que el país habría superado sus problemas. El mundo ha cambiado, México no gran cosa. Seguimos viviendo la herencia de la Malinche, recibiendo con grandes honores al extranjero, brindándole toda nuestra riqueza y despreciando al indígena que llega a nosotros cansado de andar la sierra”.
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