martes, 26 de enero de 2016

GIARDINELLI, Mempo: La lengua que hablamos


A propósito del Museo de la Lengua recientemente inaugurado en la Biblioteca Nacional, en varias notas de diarios, revistas y radios se lo identifica como “de la lengua española”. Y es curioso, porque tal categoría es un error conceptual, además de que no es la denominación oficial que le ha dado la BN al flamante museo. 
Pero este yerro ya está instalado en el imaginario nacional contemporáneo. Lo que obliga a hacer algunas precisiones, porque nosotros hablamos Castellano, no Español.
Es claro que, como se dice comúnmente, hablamos la lengua de Cervantes. Pero es también la lengua de Sor Juana y de Sarmiento, la de Borges y Cortázar, y la de Neruda, García Márquez, Rulfo y tantos y tantas más que han creado una magnífica literatura que hoy nos expresa a más de 500 millones de personas, y es, después del chino mandarín, la lengua más hablada y leída del planeta por el número de personas que la tienen como lengua materna.
El Castellano es la lengua romance que ha logrado mayor difusión en el mundo contemporáneo. Es uno de los seis idiomas oficiales de las Naciones Unidas; el segundo más estudiado en el mundo después del Inglés y el tercero más usado en Internet.
Pero es Castellano. No Español, como se popularizó en el mundo última y equivocadamente, y por diversas razones políticas y económicas. Entre ellas, el avance de Telefónica en América y la creación del Instituto Cervantes como avanzada política cultural de España en el mundo. Lo cual estuvo muy bien para ellos, pero limitó el término “castellano” a designar el dialecto románico nacido en el Reino de Castilla durante la Edad Media, y que se habla en esa región. Contribuyó a ello la fácil traducción del gentilicio: Spanish, espagnol, Spanisch, spagnolo, espanhol, etc.
“El término español resulta más recomendable por carecer de ambigüedad”, declara ambiguamente el Diccionario Panhispánico de Dudas, en su edición de 2005. Pero entre nosotros hace ya 200 años que ese enorme lingüista que fue Andrés Bello advirtió el eje de la cuestión, al titular su obra principal, “Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos”. Un título perfecto.
Bello explicaba: “Se llama lengua castellana (y con menos propiedad española) la que se habla en Castilla y que con las armas y las leyes pasó a América, y es hoy el idioma común de los Estados hispanoamericanos”.
“Hoy no hay foco de conflicto co n la RAE porque tiene un nivel de comprensión de las singularidades dialectales en América latina”, razona Horacio González. Lo que es cierto, pero no clausura la cuestión. De hecho, y no dudo de que HG lo comparte, el asunto está vigente entre nosotros, e incluso no termina de resolverse en España. La vigente Constitución Española de 1978, posterior a la caída del franquismo, define: “El castellano es la lengua española oficial del Estado (...) Las demás lenguas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas”.
No es dato menor que fue a partir de los ’90 qu e se inició la reconquista de la América latina por algunas grandes casas editoriales de España, que se transnacionalizaron comprando empresas locales, de México a Buenos Aires.
Nuestra lengua viene de la península, desde ya, pero se ha enriquecido y complejizado con muchísimos aportes propios, y hoy se compone de elementos lingüísticos extraeuropeos que merecen estudio y reconocimiento y la hacen otra, una y múltiple. El Castellano Americano que nos identifica y hermana políticamente recoge tradiciones propias y enlaza parentescos nacidos de esta tierra prodigiosa a la que vinieron millones de extranjeros para asimilarse y enriquecer su carácter, creando una cultura latinoamericana que necesariamente es un fruto plural y que tiene expresiones peculiares y su propia y riquísima tradición literaria. Y así es leída en todo el continente, porque ha sido y es escrita en el Castellano de América.
Hace poco, en la Universidad Federal de Niterói, en Brasil, me tocó inaugurar el 14º Congreso de Hispanistas de ese país, donde nuestro idioma está adquiriendo un notable desarrollo gracias a políticas públicas que advierten la importancia de la lengua que los rodea en todo el continente y que expresa a casi 40 millones de latinoamericanos de todos los países (excepto Chile) con los que Brasil tiene fronteras. Y allí observé el mismo fenómeno: la cuasi imposición de la denominación Español para una lengua –la nuestra– que en realidad es el Castellano Americano que se habla, escribe y lee en Nuestra América.
El asunto no es nuevo. En tiempos de Perón, por cierto, se estudiaba “Lenguaje Nacional”. Y cuando yo era chico estudiábamos “Castellano” de primero, segundo y tercer año; y luego, en cuarto y quinto, Literatura Universal e Hispanoamericana. Hoy se impuso una deslavada e imprecisa “Lengua” mientras se populariza la creencia de que hablamos “Español”.
La importancia del idioma en la formación de una identidad, así como la propiedad, el uso coloquial y la enseñanza de la Literatura no son asuntos menores ni superfluos. Ya Don Juan Filloy lo subrayaba en los albores de la democracia, cuando resaltaba la pobreza coloquial de los argentinos, que usaban poco más de mil vocablos de una lengua que tenía entonces 73.000.
Un cuarto de siglo después las cosas no han mejorado. Hoy, con los aportes de todas las academias correspondientes de la América hispana, nuestro idioma supera los 90.000 vocablos, pero sigue siendo urgente detener la pobreza lexical, la pauperización expresiva y la extranjerización agresiva y aculturizante de nuestro pueblo. Y si ni siquiera sabemos el nombre correcto de la lengua que hablamos, la cosa es más grave aún.

(Resistencia, Chaco, 1947)


lunes, 25 de enero de 2016

STORNI, Alfonsina: El clamor


Alguna vez, andando por la vida,
por piedad, por amor,
como se da una fuente sin reservas,
yo di mi corazón. 

Y dije al que pasaba sin malicia
y quizá con fervor:
—Obedezco a la ley que nos gobierna:
He dado el corazón. 

Y tan pronto lo dije, como un eco
ya se corrió la voz:
—Ved la mala mujer, esa que pasa:
Ha dado el corazón. 

De boca en boca, sobre los tejados
rodaba este clamor:
—¡Echadle piedras, eh, sobre la cara!
Ha dado el corazón. 

Ya estaba sangrando, sí, la cara mía
pero no de rubor,
que me vuelvo a los hombres y repito:
¡He dado el corazón! 

(Suiza, 1932 – Argentina, 1938) 


ANDRUETTO, María Teresa: El guante de encaje


Cierta vez, un paisano de La Aguada viajaba con su hijo en carro por el camino viejo que une al poblado que llaman Capilla de Garzón con Pampayasta. Cuando iban pasando por el campo de los Zárate, en el cruce mismo con el camino nuevo, una mujer muy joven vestida de fiesta, los detuvo. 
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la luna era intensa y el color del vestido, blanco brillante.
—Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio del campo —dijo cuando el carro se detuvo—. ¿Podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayasta? Yo vivo ahí. 
—Como no, señorita —contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el carro. Viajaron en silencio un buen rato, hasta que empezaron a hablar de cosas sin importancia, más por ser amables que por verdadera necesidad de decir algo. En esas conversaciones ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se llamaba Encarnación.
Era una noche de crudo invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el paisano la vio temblar, dijo:
—Convide, hijo, a Encarnación con un bollo de anís y un trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamientos.
Y el muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó desesperada unos tragos. Algo de vino cayó sobre el vestido y dejó allí, en el pecho, una mancha rosada como un pétalo.
—¡Qué Lástima! —habló ella— ¡Era tan blanco! 
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera dicho que iban a pasar años antes de que volvieran a ofrecerle algo. 
Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde está el boliche de Severo Andrada, les dijo que habían llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a meterse en la casa de la esquina, frente al cruce. Padre e hijo siguieron viaje. Habían hecho una cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en el piso del carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje fosforescente. Entonces se lo mostró a su padre y decidieron volver a la casa donde habían dejado a Encarnación, para devolvérselo. 
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de Severo Andrada, y se detuvieron en la esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue el padre quien golpeó las manos.
—¡Avemaríapurísima! —llamó como lo hacen los paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de un hombre recién arrancado del sueño:
—¿Qué se le ofrece? 
—¿Aquí vive una señorita llamada Encarnación? —preguntó el paisano.
El dueño abrió la puerta. Estaba pálido. Y se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra. 
—Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro. 
El hombre siguió mirándolos en silencio. 
—No lo tome a mal —insistió el paisano—.Tuvo un problema y nos pidió que la acercáramos.
El hombre seguía en silencio. 
El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al dueño de casa, hasta que este habló:
—Es mi hija, pero está muerta... ayer se cumplieron veinte años... 
—Dijo que venía de bailar... recordó el paisano. 
—Hace veinte años… —contó el padre— para el día de Santa Rosa, murió bailando en las fiestas patronales. Del corazón, ¿sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban, pegaron media vuelta murmurando una disculpa. Pero el padre de la joven reclamó:
—El guante... por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los años, para la fiesta de Santa Rosa, se olvida algo en alguna parte y hay que ir a ponérselo. 
El muchacho entregó el guante encaje. Después alcanzó en silencio a su padre que ya estaba sentado en el carro azuzando a los caballos. 

(Arroyo Cabral, Córdoba, 1954)