lunes, 25 de enero de 2016

ANDRUETTO, María Teresa: El guante de encaje


Cierta vez, un paisano de La Aguada viajaba con su hijo en carro por el camino viejo que une al poblado que llaman Capilla de Garzón con Pampayasta. Cuando iban pasando por el campo de los Zárate, en el cruce mismo con el camino nuevo, una mujer muy joven vestida de fiesta, los detuvo. 
Aunque era muy entrada la noche, la habían visto de lejos porque la luz de la luna era intensa y el color del vestido, blanco brillante.
—Mi novio se ha enojado conmigo y me ha dejado sola en el medio del campo —dijo cuando el carro se detuvo—. ¿Podrá usted llevarme hasta la entrada de Pampayasta? Yo vivo ahí. 
—Como no, señorita —contestó el paisano, y él y su hijo le hicieron un lugar en el carro. Viajaron en silencio un buen rato, hasta que empezaron a hablar de cosas sin importancia, más por ser amables que por verdadera necesidad de decir algo. En esas conversaciones ella confesó que le gustaba demasiado el baile y que se llamaba Encarnación.
Era una noche de crudo invierno y la joven estaba desabrigada. Cuando el paisano la vio temblar, dijo:
—Convide, hijo, a Encarnación con un bollo de anís y un trago de ese vino de canela que llevamos, que es bueno para los enfriamientos.
Y el muchacho le ofreció pan y vino. Ella pegó un bocado grande al bollo y tomó desesperada unos tragos. Algo de vino cayó sobre el vestido y dejó allí, en el pecho, una mancha rosada como un pétalo.
—¡Qué Lástima! —habló ella— ¡Era tan blanco! 
Pero siguió comiendo el bollo de anís con muchas ganas, tanto que cualquiera hubiera dicho que iban a pasar años antes de que volvieran a ofrecerle algo. 
Cuando llegaron a la entrada de Pampayasta, muy cerca de donde está el boliche de Severo Andrada, les dijo que habían llegado. El paisano detuvo el carro y ella bajó y fue corriendo a meterse en la casa de la esquina, frente al cruce. Padre e hijo siguieron viaje. Habían hecho una cuantas leguas cuando el hijo vio brillar algo en el piso del carro. Se agachó y descubrió un guante blanco de encaje fosforescente. Entonces se lo mostró a su padre y decidieron volver a la casa donde habían dejado a Encarnación, para devolvérselo. 
Hicieron de regreso las leguas que habían andado, hasta la zona del boliche de Severo Andrada, y se detuvieron en la esquina, frente al cruce. Bajaron los dos, pero fue el padre quien golpeó las manos.
—¡Avemaríapurísima! —llamó como lo hacen los paisanos. Le contestaron los perros. Y después, la voz de un hombre recién arrancado del sueño:
—¿Qué se le ofrece? 
—¿Aquí vive una señorita llamada Encarnación? —preguntó el paisano.
El dueño abrió la puerta. Estaba pálido. Y se quedó mirando a los dos forasteros sin decir palabra. 
—Venimos a devolverle un guante. Se lo ha olvidado hace un momento en nuestro carro. 
El hombre siguió mirándolos en silencio. 
—No lo tome a mal —insistió el paisano—.Tuvo un problema y nos pidió que la acercáramos.
El hombre seguía en silencio. 
El hijo estuvo con la mano extendida, acalambrada de tanto ofrecer el guante al dueño de casa, hasta que este habló:
—Es mi hija, pero está muerta... ayer se cumplieron veinte años... 
—Dijo que venía de bailar... recordó el paisano. 
—Hace veinte años… —contó el padre— para el día de Santa Rosa, murió bailando en las fiestas patronales. Del corazón, ¿sabe?
Los dos hombres que habían llegado en el carro, así como estaban, pegaron media vuelta murmurando una disculpa. Pero el padre de la joven reclamó:
—El guante... por favor. Es para llevárselo a la tumba. Todos los años, para la fiesta de Santa Rosa, se olvida algo en alguna parte y hay que ir a ponérselo. 
El muchacho entregó el guante encaje. Después alcanzó en silencio a su padre que ya estaba sentado en el carro azuzando a los caballos. 

(Arroyo Cabral, Córdoba, 1954)



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