martes, 30 de junio de 2009

QUIROGA, Horacio: A la deriva

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo—. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves . . .
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
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HORACIO QUIROGA
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SÍNTESIS CRONOLÓGICA DE UNA VIDA Y UN DESTINO TRÁGICOS
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1878 - Nace en la ciudad de Salto (República Oriental del Uruguay) el día 31 de diciembre, día de San Silvestre, por lo que su nombre completo fue HORACIO SILVESTRE QUIROGA.
Su padre se llamó Prudencio Quiroga, descendiente de Facundo Quiroga. Su madre, Juana Petrona Fortaleza. De dicho matrimonio nacieron cuatro hijos: Pastora, María, Juan Prudencio y Horacio Silvestre, el futuro escritor.
1879 - Cuando Horacio aún no tenía un año -apenas dos meses, según algunos biógrafos-, su padre muere accidentalmente al disparársele un arma cuando desembarcaba de una canoa, de regreso de una excursión de caza. La familia se traslada a Córdoba (Argentina).
1883 - La familia regresa a Salto (Uruguay).
1891 - Su madre contrae matrimonio en segundas nupcias con un argentino, Ascencio Barcos. Se trasladan ahora a Montevideo y regresan a Salto en 1893.
1896 - Su padrastro, que había quedado inválido a raíz de un derrame cerebral, se ingenió para dispararse un tiro de escopeta accionando el gatillo con los dedos del único pie hábil, a la vista de Horacio, que era un adolescente y estaba encargado de su vigilancia.
1898 - Conoce en Salto, en época de carnaval, a María Esther Surkonsky, su primer amor. La familia de ella, para separarla de Horacio, la envía a Buenos Aires.
1902 - Quiroga mata accidentalmente a su íntimo amigo, el escritor Federico Ferrando, en oportunidad de estar examinando un arma cargada en la casa del propio Ferrando, y con la cual éste tendría que batirse a duelo contra un periodista que lo había ofendido a través de un artículo publicado en un diario local. Quiroga va a la cárcel, es enjuiciado y, comprobado el accidente, obtiene su libertad. Pero ya nada será igual en su vida. A partir de ese momento fatal una "leyenda negra" irá envolviendo la figura de Quiroga, leyenda de la que nunca pudo liberarse. Abrumado por la culpa inocente de ese asesinato, corre a refugiarse a los brazos de su hermana María, que vive casada en Buenos Aires. Abandona el Uruguay para siempre, aunque todavía él no lo sabe.
1903 - Obtiene la ciudadanía argentina. En este año el escritor Leopoldo Lugones organiza un viaje de estudios —encomendado por el gobierno nacional— a las ruinas jesuíticas de San Ignacio e incorpora a Horacio Quiroga como fotógrafo. Este primer viaje a Misiones dejaría una profunda huella en su personalidad y en su literatura: la vida selvática comenzaba a seducirlo.
1904 - Viaja al Chaco a plantar algodón y fracasa económicamente, como ha de fracasar en sus sucesivos emprendimientos como empresario: cultivo de yerba mate, destilación de naranjas, producción de carbón y de alcohol etílico, fabricación de dulce de yateí, de tintura de lapacho, de máquinas para matar hormigas, etc.
1906 - Dicta cursos de Castellano y Literatura, oportunidad en que conoce a Ana María Cirés, alumna suya, con quien se casaría tres años después. Este año adquiere tierras en San Ignacio, Misiones.
1908 - Se enamora de Ana María Cirés y los padres de su alumna se oponen al noviazgo. Comienza a preparar personalmente su "bungalow" en San Ignacio.
1909 - Se casa con Ana María Cirés a los 31 años y viajan a Misiones, donde se radican.
1911 - El 29 de enero nace su primera hija, Eglé, en el bungalow de San Ignacio por parto natural, por propia decisión de Quiroga, quien ofició de partero, ya que no permitió ningún tipo de asistencia médica. Renuncia al cargo de profesor y se dedica a la plantación de yerba mate. Es nombrado Juez de Paz, con oficinas en su propia casa, que también funcionaba como Registro Civil. Se dice que anotaba los datos de nacimientos y defunciones en pedazos de papel que guardaba, prolijamente, en una caja de galletitas.
1912 - El 15 de enero nace su segundo hijo, Darío, pero esta vez ocurre en Buenos Aires.
1915 - El 14 de diciembre, su esposa Ana María se suicida luego de una terrible pelea con su esposo, ingiriendo veneno y tras largos días de padecimiento. Deja a Quiroga con dos hijos de 3 y 4 años respectivamente y se vuelve con ellos a Buenos Aires. Nuevamente esa horrible culpa inocente que sintió por la muerte de su amigo Ferrando lo hace sentir ahora el responsable de la muerte de su mujer. Es la época en que escribe uno de sus libros más trágicos: Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917).
1925 - Vuelve a Misiones adonde se dedica a escribir y a realizar tareas rurales. Conoce a Ana María Palacios, de quien se enamora, pero como en el caso de su primera mujer, no es aceptado por la familia de la joven.
1927 - Se casa con María Elena Bravo, compañera de su hija Eglé, y a quien superaba en treinta años.
1928 - Nace María Elena, hija de su segundo matrimonio y la llaman "Pitoca".
1933 - Quiroga, que había vuelto a ser ciudadano uruguayo pero con residencia en Argentina con un cargo de Cónsul, queda cesante a raíz de un golpe de estado ocurrido en Uruguay. Sus amigos le procuran una jubilación y lo hacen nombrar Cónsul Honorario de San Ignacio.
1935 - Aparecen los primeros síntomas de su enfermedad.
1936 - Su esposa y sus hijos abandonan Misiones. Quiroga viaja a Buenos Aires para hacerse atender en el Hospital de Clínicas debido a una afección urinaria que sufría desde tiempo atrás: el dolor comenzaba a hacerse intolerable. Permaneció allí cinco meses.
1937 - Quiroga comienza a sospechar y confirma sus sospechas por boca de uno de los médicos que le dice la verdad: sufría cáncer. Luego de hacer unas visitas a algunos amigos, pasó por una farmacia y compró cianuro; regresó al Hospital e ingirió una dosis, poniendo así fin a su vida el 19 de febrero. Posteriormente, los dos hijos de su primer matrimonio, Eglé y Darío, corrieron la misma suerte.

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